(Julio 2021) – Por Jada Sirkin
Spoiler alert: si no viste la serie (¡las dos temporadas!), te prohíbo leer este artículo.
No hay una sola manera correcta de conocer o de prestar atención. No hay un método único para ver una película, como tampoco hay una forma mejor de hacerla. Hay muchas maneras. Cada obra de arte encarna sus formas únicas y especiales de conocer. Cada obra nos pide que nos acerquemos a ella a su manera, y nos enseña a entenderla. Como una persona.
Ray Carney
Fleabag es una miniserie de dos temporadas (estrenadas en 2016 y 2019), escrita y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge, basada en un monólogo que ella misma creó para el teatro. Si bien me tomó más de la mitad de la primera temporada entrar en la textura de la serie, cuando lo logré me sumergí y, en la temporada 2, encontré el éxtasis. El clímax de mi experiencia Fleabag #1 (la primera vez que la vi) fue la escena de ella con el cura: están sentados en la banqueta detrás de la iglesia, ella nos mira a los espectadores y él le pregunta ¿qué estás haciendo? Entonces aparece un zorro —o eso cree él. Estallé de emoción, pero una emoción estética. No podía creer la genialidad, la sutileza, la inteligencia, la sensibilidad y el amor que implicaban el haber llevado el juego/dispositivo que estructura la serie (la protagonista mira y habla a cámara) hasta ese lugar, en que otro personaje del interior de la ficción la enfrenta a ella con lo que podría pensarse como su manera de escapar —o controlar el sentido de lo que está viviendo.
Cuando ya estaba adentro, me pregunté por qué me costó entrar en la textura de la serie. Diría esto: me costó la comedia sagaz, me costó la “inteligencia”, me costó algo que sonaba, en una primera lectura, a cinismo. Creo que, cuando las comedias se declaran como tales, me rebelo; cuando los guiones son muy inteligentes, desconfío; y cuando la opinión se vuelve cínica, me aburro. Me alegró enormemente fracasar con mi sistema de prejuicios. Tenemos la costumbre de vincularnos con las obras (especialmente las audiovisuales) como si fueran objetos de consumo rápido —siguiendo la cita del inicio, digamos que nos relacionamos con las obras como con personas conocidas, familiares a quienes tratamos siempre igual —porque creemos conocerles. Podría hacer una lista larga de obras (y de personas) que al inicio me dieron rechazo y después terminé amando.
Como sugiere Ray Carney en su artículo sobre Woody Allen, la comedia puede ser usada para juzgar y escapar de la complejidad de las situaciones. Coincido en que muchos movimientos de comedia son usados para simplificar la experiencia, para volverla legible y mansa, para crear complicidad con el espectador a costa de banalizar y perder sutileza, para controlar y no arriesgarse. Mi hipótesis es que la comedia, en Fleabag, tal vez a diferencia de ese insistente gesto narrativo/explicativo de la protagonista, no funciona como intento de escapar de lo que podríamos llamar complejidad —sensibilidad o sutileza. Aquí la complicidad con el espectador es un intento torpe que, al hacerse explícito (la protagonista nos mira y nos habla para que la acompañemos), termina formando parte de la ficción. Los espectadores somos forzados a ingresar en la ficción; pero, a la vez, seguimos siendo espectadores: no podemos vivir tu vida, deberíamos decirle a la protagonista. En esa tensión narrativa (entre el intento de hacernos participar y la imposibilidad última de que participemos) se apoya gran parte del efecto de la serie. Como nuestra participación es solo aparente, el dispositivo narrativo que estructura la ficción se reconoce como síntoma del personaje. ¿Por qué Fleabag está continuamente interrumpiendo las situaciones para mirar a cámara y opinar sobre lo que está pasando, explicar lo que ha ocurrido y hasta anticipar lo que sucederá a continuación? Cuando el flujo de la ficción no es interrumpido (detenido) por esas aperturas del personaje que se vuelve narrador, ella, veloz, logra introducir su mensaje en el breve lapso de tiempo entre un gesto y otro —necesita hacerlo, no puede evitar el comentario, como si narrar fuera su manera de respirar (tal vez, de estar a salvo).
El punto es que, a nuestra protagonista, la inteligencia (ese tipo de inteligencia, sagaz, narrativa, ingeniosa, controladora) no le sirve tanto. Ahora, si esa inteligencia es lo que la hace acercarse al cinismo, diría que no termina de llegar. Por no llegar a construir el refugio del cinismo, queda a mitad de camino, vulnerable, desprotegida, tierna. Su intento de cinismo la expone, frágil, tiernamente patética. Su mirada no se alcanza a volver cínica: tal vez quisiera serlo (¡el cinismo nos protege!), pero no lo logra. Ella es demasiado tierna como para ser cínica. Es demasiado sensible como para que su inteligencia logre apartarla del cuerpo de su mundo. Si lo intenta, si intenta escapar en base a opiniones sagaces y divertidas, lo que podemos ver en esos intentos de escape es que lo que en el fondo más quiere en el mundo es hacer contacto —estar ahí: si se quiere, amar, es decir, ensuciarse con la vida.
El mismo gesto de intentar verse inteligente, sagaz y divertida es el que la revela vulnerable, necesitada y rota. Fleabag sabe todo lo que las situaciones significan, sabe lo que los demás piensan, hasta sabe lo que van a decir y hacer, cómo cada personaje va a terminar su frase y cómo van a reaccionar; pero, justamente, ese saber es lo que revela sus propias necesidades obsesivas. La manera (la frecuencia) con que ella se dedica a explicar todo lo que ya sabe es obsesiva. De ahí que el espectador pueda preguntarse si su sufrimiento tiene que ver con lo que está pasando o con la necesidad que ella tiene de narrarlo y la consecuente imposibilidad de vivir (digamos, plenamente) lo que de hecho está pasando. Fleabag opina. Al opinar, como nos sucede a todxs, se recorta. Al recortarse (al esconderse en su mundo de ideas) los demás la resienten. Ella sabe que es parte de una ficción y nos usa para poder opinar y así ponerse sobre las cosas que ocurren. Al intentar recuperar la vida que pierde por narrar, mete la pata. Entonces, se ríe de ella misma para volver a ponerse sobre las situaciones —para no sufrir o para sufrir un poco menos. Como nos confiesa en el episodio 1.4, lo único que quiere es llorar —¡todo el tiempo! Sabe que si juzga es porque no llora; o, tal vez, que si no llora es porque juzga. Tal vez (hipótesis), no llora porque pierde el tiempo contándonos su historia.
Opinar y mirarnos le sirve para no estar ahí, del todo ahí, en su mundo. Al abrirse a la cámara y explicar, se cierra a parte de su experiencia; así, hace que la experiencia se vuelva confusa, abrumadora e irritante. ¿Por qué los demás se irritan tanto con ella? Nuestra protagonista reconoce el circo del que forma parte —el punto es que no sabe qué hacer con ese reconocimiento. Para no sufrir, bromea. Para no padecer, narra. Pero narrar es lo que la hace padecer. Hay que elegir, decía Sartre en La náusea: vivir o contar. La dicotomía siempre me sonó forzada, pero ahora le encuentro sentido. En ese sentido, los espectadores le servimos a Fleabag para no vivir —¿para no sentir? Por eso es que no podemos terminar de ser parte de su ficción. Nuestra participación en su mundo no es saludable para ella —y lo sabemos. Esa tensión, en el espectador, funciona como un efecto curioso. Somos, un poco, como el amigo que acompaña, pero a la vez sabe que está siendo recipiente de las quejas repetidas de un personaje que dramatiza. Queremos acompañar, pero sabemos que no sirve. Nuestra presencia le sirve a Fleabag (¿nuestra amiga?) para anestesiarse con sus mecanismos de evasión. Tal vez la evasión sea necesaria, tal vez ella sea tan sensible que necesite anestesiarse con la narración (la fabricación) de su propia historia. Para eso, para ayudarla a sobrevivir a su propia sensibilidad, estamos nosotrxs, acompañándola, riendo con ella. Aunque sabemos que tal vez no sirva, la acompañamos, y nos reímos, porque también sabemos (sabemos lo que es vivir), porque reconocemos (¡la vida es compleja y dolorosa!) y porque en algún nivel le agradecemos que confiese en nombre de todos —hay, tal vez en todo personaje central, cierta cualidad crística: Fleabag sufre por nosotrxs.
Sus opiniones remarcan cuán personajes son los personajes de esta ficción, cuán personaje es ella como ser humano, cuán personajes somos todos. En algún nivel, ella se expone por todos. Cuando confiesa, el mensajero de Dios se abre a su cuerpo. En el final del episodio 1.4, en la escena en que se encuentra con el hombre con quien se insultó en la entrevista de trabajo (por una confusión, por una torpeza, por calor), ahora ambos de retiro, ella, justificada por la consigna silenciosa de su retiro, no habla. Además, no nos mira. En esa escena, como en los flashbacks, no nos mira. ¿Por qué? Tal vez no nos mira porque no tiene nada para decirnos —o porque no puede ni siquiera hablarnos (es interesante que, si bien ella, estereotipo de rebelde, no respeta el silencio del retiro en el que está participando, en el encuentro con este hombre sí elige callar). La música de la escena es diferente, un piano claramente emocional. Pese a lo evidente de la relación entre la música emotiva y lo que se habla en la escena, se agradece la detención de su modo más frenético —¿más neurótico? El rictus que ella tiene en la boca durante la escena es curioso, como si al no hablar (al no controlar) no supiera qué hacer con su rostro, cómo organizarlo. Lo único que ella dirá en esa escena, la única información para la que romperá su silencio, es: quiero llorar todo el tiempo. Y no nos lo dice a nosotros, se lo dice a él. Después de esa confesión, él ya no puede decir nada; copia el gesto de ella (labios sellados), ella lo repite una vez más y así la escena puede terminar.
Claro que, antes incluso de enamorarse de la persona menos indicada (un cura católico), ella tiene razones (o excusas) suficientes para padecer: su madre murió hace poco, su padre se casa con una harpía, su hermana es una piedra casada con un truán y su mejor amiga acaba de morir porque su novio tuvo sexo con… secreto que se revela al final de la primera temporada: ¡con ella! (La gran metida de pata). Si todo eso construye una especie de historia (¿la historia de una culpa? ¿La historia de una posibilidad de auto-castigo?), si todos esos personajes van entretejiendo una línea causal que crece hasta la revelación del final de la temporada 1, la narración (propongo) tampoco termina siendo tan importante. Es decir, los momentos tienen tanta vitalidad, tanta picardía, tantos microtonos, tanta inteligencia/sensibilidad (desde ahora, inseparables) y las actuaciones son tan excelentes (¡Sian Clifford! ¡Andrew Scott!) que podemos decir que la historia es más bien una excusa para que pueda tener lugar algo de un orden que trasciende lo narrativo —es algo que tiene que ver con la ontología misma de la ficción y la forma en que la narración determina nuestras maneras de vivir y de sufrir. Es algo que tiene que ver con la ternura, algo que tiene que ver con el ser humano, que es tierno porque no sabe cómo vivir su vida de relatos. En la tensión entre control y entrega, acontece el milagro sutil y complejo del comportamiento humano.
Fleabag es una hipersensibilidad que intenta aprender a vivir en un mundo de durezas y de injusticias. Pero esas durezas y esas injusticias, como venimos planteando, parecen más producto de su propia interpretación de los hechos que de los hechos en sí. Por momentos, pareciera que este mundo no tiene lugar para su picardía. Por momentos pareciera que su picardía es una forma de escapar de su tormenta emocional. Como sea, tenemos a un ser humano en carne viva, haciendo estallar su vida. Para sobrevivir, como Sherezade, narra. Narra para sobrevivir a la intensidad de lo que está viviendo. Pero tal vez lo que necesite, según lo que vemos en la temporada 2, sea dejar de intentar sobrevivir —dejar de narrar. Tal vez esa intensidad no tenga que ver con lo que está viviendo sino con su intento (narrativo) de no vivirlo tanto. Así, la intensidad es pensada como resistencia. Lo intenso es resistirse a vivir —intensidad es lo que experimentamos cuando nuestros sistemas se perciben incapaces de procesar la información de la vida, y, por esa percepción, intentan controlar de más.
La hipótesis es: ella no narra porque sufre, sino que sufre porque narra. Tal vez por eso, para descansar, al final nos pide que la dejemos sola. ¿Final lineal? Me gusta más interpretar el final como un pedido de tregua momentánea (un descanso) que como un adiós para siempre: si el gesto que nos hace en el último plano para que no la sigamos significa adiós para siempre, tenemos que concluir que Fleabag maduró —y así la idea de crecimiento queda simplificada y linealizada; si el gesto significa que quiere descansar, nos queda espacio para asumir que los procesos de crecimiento son complejos, más espiralados que lineales —ella, aunque tal vez menos, aunque tal vez con más consciencia, seguirá narrando, seguirá pidiendo nuestra atención y nuestro cariño, seguirá resistiéndose a la vida.
En la temporada 2, el cura —y todo lo que pasa con él, incluida la preciosísima actuación de Andrew Scott— lleva la serie a otro nivel. Por supuesto, él es el único que registra que ella, por momentos, se distrae de la situación —son los momentos en los que, aunque él no entienda qué pasa, ella nos mira y narra. El primer momento en que, después de una de esas distracciones/narraciones, él le pregunta qué pasó, llega como un rayo de magia estética. Nos quedamos impactados tanto como ella. Lo que podía parecer un dispositivo narrativo es, de un golpe inesperado, succionado al interior de la ficción. En los siguientes episodios sucede un par de veces más, él profundiza en la pregunta: ¿por qué te distraes o te abstraes? ¿Adónde te vas? Él mira hacia donde ella mira, hacia nosotros, intenta entender. Ella no le explica. Caminando por la calle, intenta articular una conversación con él a la vez que nos habla a los espectadores. La velocidad (el enamoramiento) la lleva a confundirse de dirección y decirle a él algo que se suponía dirigido a nosotros. El efecto es cómico y a la vez triste. El mecanismo empieza a desmantelarse. En una sesión de terapia, la doctora le pregunta si tiene amigos; Fleabag responde que sí y nos mira. ¿Somos sus amigxs? ¿Es con nosotrxs lxs espectadores con quienes ella se abre más? ¿O es que nos usa para no abrirse? ¿Por qué con el cura, de quien se enamora, el mecanismo controlador de la narración empieza a fallar? ¡El problema de Fleabag es que está muy viva! ¿Por eso narramos los humanos? ¿La vida nos es demasiado? ¿Narramos para transformar la intensidad en intención y así garantizar, creando sentidos y significados, una estabilidad emocional?
Más allá de todas estas ideas, más allá de este delicado y sutil mecanismo narrativo, diría que lo más sabroso y hermoso de la experiencia Fleabag tiene que ver con los detalles, las sutilezas y los microtonos en la actuación, las tensiones y las distenciones en el cuerpo de los performers, la graciosa precisión expresiva (las mil maneras en que la payasa nos mira), la ternura y la complejidad vincular. Si bien hay una construcción de personajes bastante definidos y singulares, los cuerpos no se quedan atrapados en el estereotipo. Los que más peligran podrían ser la madrina harpía (deliciosa Olivia Colman) y el cuñado maldito (Brett Gelman), porque tienen un rol claro de antagonistas —esto es algo que me tienta cuestionar de la serie; pero lo que pasa es que ¡aun ellos, los estereotipados antagonistas, despliegan una sutileza preciosa! Con Olivia Colman (la suegra postiza, harpía sorprendente y descarada) sucede algo curioso: mucha atracción y mucho rechazo a la vez. Ni hablar de la hermana Claire (Sian Clifford), con quien se despliega una de las relaciones más complejas de la serie: la sutileza (la complejidad) emocional y expresiva que alcanza Claire/Clifford y su relación con Fleabag es de un orden superior: su vínculo atraviesa mil maneras, mil colores, y nunca sabemos cómo va a reaccionar esta hermana que, excesivamente sensible, se vuelve excesivamente dura; después están el cura (Andrew Scott), el asombroso y gracioso padre (Bill Paterson), el ex novio Harry (Hugh Skinner) y la deliciosa amiga muerta Boo (Jenny Rainsford), que también ilumina todo (con su extraña delicadeza y su tierna picardía) cada vez que aparece. Los personajes parecen estar todos al borde del estereotipo, pero la inteligencia (entendida como sensibilidad) y la sensibilidad (entendida como inteligencia) logran que lo reconocible se vuelva delicioso, curioso, sutil y complejo.
Como en la película High hopes (de 1988, dirigida por Mike Leigh, hermosísima obra a la que Fleabag parece deberle no solo el detalle de la robada escultura, allá fálica, aquí femenina, en ambos casos dorada), la comedia no es usada para simplificar. Como en Leigh, la comedia enérgica (sería demasiado fácil decir: inglesa) hace estallar a los personajes en movimientos emocionales y vinculares que no se quedan atorados en la simplificación narrativa que Carney reconoce en el cine simplificador de Woody Allen. Fleabag logra que los estereotipos se llenen de sutileza. El trazo grueso no elimina al trazo fino. La comedia veloz y precisa no elimina (más bien posibilita) la gracia compleja, absurda y sutil, brillante, de ser humanos, animales que sacan chispas en su intento por narrar y organizar (controlar) la desquiciada experiencia de vivir.