(Septiembre 2022) – Por Jada Sirkin
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Estas notas nacen de la investigación de RETICULAR films. Hace poco, en dos proyecciones del episodio “Fin” de nuestra serie TRAMA, noté que la conversación con el público tocaba más cuestiones de contenido que cuestiones de forma. ¿Otra vez la división entre forma y contenido? Es cierto que la invitación a ambos eventos ya direccionaba la atención hacia lo que podemos pensar como el contenido de la ficción —invitamos a una proyección y una charla sobre los “temas”: en este caso el problema vincular en la pareja protagonista: las dinámicas de la convivencia, la dificultad para reconocer y comunicar límites, la fragilidad, etc. En el episodio hay una escena en la que un personaje “secundario” se “distrae” y observa unas fotos del desierto del Sahara que están pegadas en la pared. Después de la segunda proyección pública del episodio, me pregunté: ¿por qué nadie dice nada de las fotos del Sahara? Para mí ese momento tiene una cualidad curiosa, diría poética —me gusta pensar que, secretamente, ese detalle es tan importante como la situación de los protagonistas; por eso me sorprende que nadie lo comente. Claro, el episodio tiene una línea narrativa principal bien definida —lo que ocurre en la relación de estas dos personas—, y el momento de las fotos no está vinculado con esa línea principal —al menos, no de modo evidente. Es un momento de suspensión, en que la narración parece detenerse. Supongo que es normal que nuestra atención se dirija a lo que explícitamente (narrativamente) consideramos “lo importante”. Supongo que es normal que los detalles no tan “significativos” queden en segundo plano. Cada tanto, sin embargo, alguien sí hace algún comentario sobre, por ejemplo, los tiempos de las escenas, los silencios, la calidad de la actuación, las imágenes (“qué buena fotografía”) —cuestiones menos narrativas y más puramente estéticas. Pero no es tan común; lo más común es que nuestro cine provoque conversación sobre las relaciones humanas más que sobre la cuestión perceptiva, los detalles “insignificantes” o la sensibilidad expresiva de lxs actores. También es cierto que hay una necesidad colectiva fuerte, al menos en ciertos “círculos”, de poner sobre la mesa la conversación sobre cómo nos relacionamos; entonces, es natural que usemos al cine como disparador para esa conversación que estamos necesitando desplegar.
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Conversando con Dama David y Sol Bordigoni sobre un nuevo proyecto que estamos desarrollando, me di cuenta de lo siguiente: la exploración de RETICULAR films no es sólo una exploración vincular; es también y, sobre todo, una exploración estética. Por lo que vengo leyendo y escuchando (y, como decía, por lo que nosotrxs mismxs venimos proyectando y estimulando, tal vez inconscientemente), el proyecto RETICULAR suele asociarse más con la idea de una exploración vincular (la intimidad, las relaciones humanas, la comunicación interpersonal, la conversación) que con la idea de una exploración estética. Todavía como si fueran dimensiones separadas, pareciera más fácil centrar la atención en los temas que en las maneras de nuestro cine. Y me pregunto si esto no es una tendencia más general, no sólo asociable a nuestro cine: lo que más suele valorarse de una película es su historia. La mayoría de los podcasts o charlas sobre cine que he escuchado se refieren más a los temas de la narración (los personajes, la psicología, etc.) que a la vibración vital del cuerpo frente a cámara —prestamos más atención a las palabras que al silencio entre las palabras; más al sentido que al sonido; más a la mente que al cuerpo. Y, claro, lo que hacemos con el cine equivale a lo que hacemos con nuestras vidas: en nuestras vidas también damos más valor a las situaciones (las historias, los sentidos) que al hecho mismo de estar vivxs (el sonar, el vibrar). ¿Quién presta atención a la respiración cuando está en medio de una conversación importante?
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Después de reconocer que RETICULAR no es sólo una investigación del problema vincular, sino que también es una investigación estética, apareció esta idea: la exploración vincular ES una exploración estética, la exploración estética ES una exploración vincular. Cuando anoté la frase, no supe qué significaba; todavía no lo sé, surgió como una intuición, y en el momento de escribir esta línea me sigue pareciendo una idea difícil de aprehender. Escribo para tirar del hilo de la intuición, escribo para descubrir.
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¿Qué puede significar que la exploración vincular y la exploración estética son equivalentes? Más arriba escribí que nuestro cine genera más conversación sobre las relaciones humanas que sobre la cuestión perceptiva. ¿Es tan así? Vuelvo a pensar en esos comentarios que a veces se hacen sobre las imágenes, la fotografía de las películas, etc., y se me ocurre esto: aunque en algún nivel sí hay atención puesta en la dimensión estética, todavía vemos a esa dimensión como separada de la dimensión del contenido y los temas. Como si lo estético tuviera que ver con lo superficial —la imagen como superficie— y el contenido fuera ese mensaje profundo que necesitamos empaquetar en una forma. Como si hubiera una separación marcada, jerárquica, entre la presentación del tema (el cómo) y el tema en sí (el qué). ¿Existe algo en sí, desvinculado del modo en que se lo mira? Pienso que ahí está el punto, en la diferencia que hacemos entre figura y fondo —¿qué hay de fondo?, nos preguntamos, como si en el fondo estuviera la verdad. Como si la figura fuera casi que una distracción necesaria. El punto está en la distancia —en la escisión que sostenemos entre forma y contenido.
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La cuestión perceptiva (cómo procesamos la realidad, cómo miramos, cómo organizamos la experiencia) es una cuestión de sensibilidad. A eso me refiero cuando uso la palabra estética. La palabra estética ha sufrido una banalización social —pensemos en la cultura de la cirugía estética, que sugiere que, en gran medida, asociamos lo estético con “lo superficial”. Si vamos a la etimología, encontramos que aisthesis tiene que ver con la sensibilidad —si la anestesia es lo que nos duerme, la estética es lo que nos despierta, lo que nos sensibiliza. Entonces, el problema estético es un problema de sensibilidad. Ahora, el modo en que nos relacionamos, ¿no es también un problema de sensibilidad?
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También dije más arriba que es más fácil centrar la atención en los temas que en las maneras del cine —y de la vida. En música, la palabra tema (al menos en español) se usa para hablar de una estructura melódica: el tema de una pieza es un motivo melódico, una secuencia sonora, una forma. En música, el tema no es el contenido de la historia (en nuestro ejemplo, las dificultades para poner límites en las relaciones íntimas), sino parte de la organización formal de la pieza. Con esto, nos podemos acercar a la noción de que forma y contenido no son dimensiones separadas. El tema es forma, la forma es tema. Cuando vislumbramos que las situaciones de nuestras vidas responden a patrones casi matemáticos, descubrimos que el contenido de las historias de nuestra vida también es forma. Si nos repetimos (si, aún con actualizaciones y variaciones, lxs humanxs volvemos a vivir, una y otra vez, situaciones muy similares), tal vez sea para reconocer ese patrón (matemático, formal, musical) que subyace a los acontecimientos singulares. En astrología se usa la expresión patrón vincular para dar cuenta de las figuras coreográficas que se reiteran, aunque sea actualizadas, en todo vínculo interpersonal. El patrón vincular, más que un contenido, expresa (hace sonar) una forma —más bien, la noción de patrón vincular demuestra que el contenido es forma: el sentido es sonido. Cuando vivimos situaciones que nos parecen singulares y únicas, en el fondo estamos actualizando patrones estructurales, coreografías esenciales.
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El problema de la forma es el problema de la sensibilidad. Según cómo percibimos, así las formas que vemos. ¿Dónde empieza y termina una forma de vida? ¿Cuáles son los bordes del objeto percibido? Eso lo decide el sujeto —la inteligencia que se recorta y mira. Las posibilidades de maniobra creativa vincular dependen de cómo nos recortamos, dónde recortamos, desde dónde y para qué miramos —digamos, nuestras posibilidades vinculares dependen del desarrollo de nuestra sensibilidad. ¿Adónde terminas tú y empiezo yo? Si estamos aterrados (como se dice, en modo supervivencia), el encuentro con los otros va a tender a la dinámica de ataque y defensa. ¿Quién presta atención a su respiración cuando se siente amenazadx? Si nos percibimos como entidades separadas que deben a toda costa protegerse de las otras entidades separadas (que amenazan con su diferencia), vamos a sí o sí pelear. Fitzgerald escribió: “No hay problemas, sólo un silencio con el sonido de mi propia respiración.” Pelear es no escuchar la respiración. Pascal dijo que todos los problemas del ser humano se derivan de su incapacidad para sentarse en silencio sin hacer nada. ¿Podemos no hacer nada cuando nos percibimos (nos interpretamos) en peligro? ¿Podemos encontrarnos sin creer (tanto) que el otro nos pone en peligro? Mejor: ¿cuál es la parte nuestra que cree estar en peligro cuando se encuentra con el otro?
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El conflicto es una modalidad vincular básica que surge de la necesidad de sobrevivir. El conflicto es la supuesta imposibilidad de convivir con la tensión generada por la diferencia —ni siquiera es la dificultad de aceptar la diferencia, sino de aceptar la tensión inevitable que se genera con la diferencia. Porque somos muy idealistas, y a veces pretendemos que la “aceptación de la diferencia” sea un proceso “armónico”. Inevitablemente, la diferencia genera tensión. Tensión es polaridad, polaridad es vínculo diferencial. Entonces el problema no es con la diferencia, sino con la tensión generada por la diferencia. El conflicto sería el diálogo que busca eliminar esa tensión —el diálogo que busca terminarse a sí mismo. El conflicto es todavía una forma de diálogo (diálogo ES tensión); el conflicto es todavía una posibilidad del encuentro —pero es un encuentro que busca definir (quién gana y quién pierde, quién tiene razón y quién no) para poder cerrarse. El conflicto suele ser la modalidad de diálogo más común, tanto en nuestras películas como en nuestras vidas. El cine refleja con obviedad la dificultad que tenemos de escuchar, que es equivalente a la adicción que tenemos a sobrevivir —el terror. Pero esto de que “tenemos que escucharnos más” no es un problema moral. Si lo convertimos en un problema moral es porque todavía no tenemos la sensibilidad suficiente como para simplemente escucharnos. ¡Escucharnos es lo más simple y a la vez lo más complejo del mundo! La moral es una reja a la vez necesaria y contraproducente —previene, pero para hacerlo tiene que insensibilizar. La moral es como un calmante. Si enrejamos los parques es porque todavía no tenemos la sensibilidad suficiente como para autorregularnos en nuestra relación con el pasto, los árboles y las estatuas, que, según los gobiernos, no quieren ser pintadas con graffiti.
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“Lo que más suele valorarse de una película es su historia”, escribí más arriba. Hace poco grabamos con Dama un episodio del podcast Ficción desorbitada (cine y astrología), y conversamos de la serie Transparent (2014, Joey Solloway). Una de las cuestiones que mencionamos tenía que ver con esto: la serie, según cuentan lxs realizadores, surgió de la necesidad de poner el tema de la sensibilidad trans sobre la mesa y así hacer del mundo “un lugar más seguro”. En el nivel de lo que podemos llamar contenido, la serie genera un movimiento contundente y el efecto social (macropolítico) de su mensaje de visibilidad e inclusión es incuestionable —por ejemplo, según cuenta Solloway, gracias a la serie muchas personas se decidieron a salir del closet. Ahí, el arte tiene un valor social claro. Lo que mencionábamos en el podcast es que, además de lo que la serie quiso y logró ser, la experiencia estética de ver ese material puede ser muchas otras cosas —microacontecimientos sensibles. Por ejemplo, con Dama nos conmueven mucho las personas, la expresividad de los cuerpos de los actores, la gracia singular de esos seres humanos frente a la cámara (más allá, o antes de, o gracias a lo que sea que estén narrando). El poder del personaje de Ali también es el poder del personaje/actriz Gaby Hoffmann, la presencia radiante y singular que no depende de la narración, pero que la narración contiene y habilita. El personaje de Sarah no podría haber sido interpretado por otra actriz que no fuera Amy Landecker, con su sutileza micro-tónica inigualable.
Hay algo que ningún guionista puede llegar a escribir. A lo que voy es a esto: para mí, Transparent es una gran serie más allá de su tema. El poder político de su propuesta no tiene sólo que ver con lo que podríamos llamar su mensaje, sino con la cualidad (la textura) de sus escenas —digamos: su vitalidad. El lenguaje expresivo de lxs actores es impresionante, los diálogos tienen unas sutilezas muy complejas y vibrantes, el intento de los personajes por escucharse mutuamente va más allá de la reivindicación queer y trans: la escucha no es sólo una idea políticamente correcta: lxs actores entrenaron para habilitar un nivel de escucha (física) que va mucho más allá de las líneas de diálogo que hablan sobre la importancia de escucharse. Escucharnos no es sólo un problema para nuestras mentes; es también y, sobre todo, una aventura para nuestros cuerpos.
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Tal vez la idea se comprenda mejor haciendo uso de la peligrosa herramienta de la comparación. Comparemos Transparent con Hollywood (Ian Brennan y Ryan Murphy, 2020), una miniserie que también toca el tema de la inclusión —en este caso, de las personas marginadas por el aparato heteronormado, blanco y patriarcal de la industria del cine. Pero aquí el tema no es tanto música, sino más bien idea. Hollywood propone una reescritura de la historia, presentando una versión ficticia de cómo el Hollywood clásico hace un giro inclusivo contundente —el guionista afroamericano gay, la actriz afroamericana y la actriz asiática ganan el Oscar: uno de los grandes símbolos de reconocimiento social. El gesto es conmovedor, sí, y se agradece, y hasta tiene su importancia social; pero hay una trampa: lo que podríamos llamar la estética (o el estilo) de la serie propone un tipo de experiencia procesada que, más que sensibilizar, para mí, nos adormece. Los cuerpos son perfectos, la iluminación es perfecta, los diálogos son explicativos, la actuación es altamente codificada, la coreografía no tiene baches, todo está controlado, todo significa. El mensaje llega, pero a un precio alto. Llegamos a destino (llegamos a llorar), pero sacrificando mucha vitalidad —es la vitalidad que perdemos cuando simplificamos mucho la experiencia, cuando eliminamos la ambigüedad, cuando reducimos el volumen (la sombra) de los personajes, cuando nos volvemos didácticas y subestimamos la inteligencia del espectador, cuando en una conversación nos enfocamos tanto en el contenido que olvidamos que tenemos cuerpos, y que los cuerpos respiran.
Está bien que se trata de una comedia espectacular; divertida y, aún con toda su simplificación, también tiene (inevitablemente) mucha sutileza: tiene sutileza, sobre todo, porque los cuerpos de los actores nunca terminan de poder adaptarse al corset significante de la narración. Por más que la actuación esté forzada a representar (a dibujar gestos legibles) para que el espectador entienda y llore (todo se trata de eso: entender y llorar), aun así, la vitalidad del elenco no puede ser eliminada —nunca. Patti LuPone es mucho más interesante que su personaje. Tal vez le damos demasiada importancia al personaje. ¡Te queremos, Patti! Una de las cosas más maravillosas de Transparent es, justamente, la decisión (estética=política) de no idealizar a los personajes —ni para el lado de los buenos ni para el lado de los malos. Moura (Jeffrey Tambor), que no llega a ser la protagonista (gran inteligencia-sensibilidad en esa decisión de no centralizar la atención en un personaje), está llena de sombras, de resentimientos, de miradas ambiguas que no son fáciles de leer. Con estos dos ejemplos, vemos cómo un mismo mensaje, al ser expresado de maneras diferentes, se devela como diferentes mensajes. (Para más sobre «Transparent», escuchar los episodios 2 y 3 de nuestro podcast «Ficción desorbitada – Cine y astrología».)
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Cuando alguien nos cuenta algo que le ocurrió, su relato sólo es una parte de la situación —del encuentro, del intercambio, de la escena. También están los motivos (explícitos o implícitos) de por qué esa persona nos cuenta la historia, también está el calor que circula entre nuestros cuerpos, y el lenguaje de los gestos, lo que el inconsciente dice sin querer, las texturas de la mesa en que apoyamos nuestros brazos, el aire que sale de una y entra en la otra, átomos compartidos, distracciones, imágenes que pasan, resonancias inexplicables, la vida. También está la vida. Todo el tejido (el complejo) de fenómenos compone lo que podemos llamar la dimensión estética del encuentro. La dimensión estética incluye la parte narrativa (esa pequeña porción de la experiencia que los egos-narradores pretenden controlar), pero el encuentro no es solamente el despliegue de las razones por las que creemos encontrarnos. La mirada estética es la que asume la parte de misterio. Los guionistas no pueden controlar el espacio entre sus palabras, o el intervalo tonal que el elenco elegirá entre una vocal y otra. Está bien tener motivos para encontrarnos, pero no creamos que nos encontramos sólo por esos motivos. No nos encontramos solamente a decir las líneas del guión, no creamos que nos encontramos sólo “a conversar”. Pongamos en duda la idea de que actuar es solamente expresar lo que entendimos que les sucede a nuestros personajes.
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Encontrarnos no es sólo ir a buscar lo que creemos que nos debemos. Vincularnos no es simplemente usarnos para confirmar lo que ya sabemos. Vincularnos sería abrirnos a la otredad que nos trae el encuentro con el otro —y la otredad no viene tanto del otro como entidad separada, que nos trae un paquete de diferencias, sino del encuentro con el otro. Hay algo que sólo se puede poner en movimiento en este intercambio singular y único. El otro no posee una otredad antes de encontrarse conmigo. Esa otredad (esa singularidad, esa información diferente que tiene el potencial de abrirme) se vuelve disponible en la medida en que se encuentra con un sistema que, digamos, por destino, la convoca.
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En Obra abierta Umberto Eco escribió que lo primero que dice una obra, lo dice por cómo está hecha. Jacques Rancière, en varios de sus libros, propone que una obra de ficción, más que contar una historia, lo que hace es proponer un orden de sensibilidad, una manera de ver el mundo, una forma de sentir y razonar. Jean-Luc Godard, hablando de su película El desprecio, sugería que toda película de ficción es, primero que nada, un documental sobre el cuerpo de lxs actores. Caveh Zahedi escribió que lo que necesitamos no son nuevas historias, sino nuevos modos de ver. ¿Sería lo mismo decir que, más que nuevos contenidos, necesitamos nuevas formas? ¿Tal vez nuevas formas de relacionarnos con esos viejos contenidos? Al parecer, Hitchcock primero se obsesionaba con imágenes y después buscaba historias que le funcionaban como contexto (o excusa) para poder usar esas imágenes. De su película Los pájaros (1963), lo que más me atrajo siempre es el silencio, los desplazamientos, el sonido de los tacos de Tippi Hedren. (Para más sobre Los pájaros, leer Los pájaros: historia Vs textura)
Con ánimo de amar (2000, Wong Kar-Wai) es una película que nos fuerza a reconocer que forma y contenido son lo mismo; pero es sólo un ejemplo extremo, en que el trabajo formal se impone como tema: los protagonistas, traicionados, representan a sus respectivos traidores, como si así, como si actuando de ellos, pudieran procesar todo ese dolor. En esta película, el trabajo de la cámara, la música, el color, la velocidad, la actuación, el diálogo y la narración están entrelazados a tal punto que el sólo nombrarlos como dimensiones separadas suena forzado. Esa historia no podría haber sido contada de otra manera; pero, en el fondo, ninguna historia puede ser contada “de otra manera” —porque la manera ES la historia. (Para más sobre Con ánimo de amar, escuchar el episodio 7 del podcast El espectador inquieto.)
En Mutual appreciation (2005, Andrew Bujalski), se ve con claridad cómo la manera (la decisión estética) define la historia (el problema vincular de los personajes). Un trío, otra situación de proto-infidelidad, el tema trillado de los celos —aquí, ese viejo drama de la traición se despliega con una inteligencia estética (política) singular y revolucionaria: al enterarse de lo sucedido entre su novia y su amigo, Lawrence (interpretado por el mismo director) reacciona de una manera ambigua —la dirección no fuerza al actor a definir una línea emocional; y así, el actor permite que en su cuerpo se crucen diferentes texturas emocionales: la narración no subraya, el actor vibra. ¿Qué le pasa a Lawrence? No podemos alcanzar a definirlo. Esa indefinición (esa indeterminación, esa no sentimentalidad, ese permiso para la ambivalencia) nos da una clave para entender por qué el problema vincular es una cuestión estética. Mutual appreciation actualiza el tema de los celos, la infidelidad y la traición, llevando esa vieja estructura dramática a un nivel de gran sutileza. La sutileza se deriva de la decisión de no subrayar —de no definir. Es una decisión estética la que permite a estos cuerpos representar esa vieja escena sin quedar atrapados en el surco arquetípico. (Para profundizar en esta película, leer ¿Por qué «Mutual appreciation» es una película importante?)
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Damos mucho valor a la letra de las canciones, pero las canciones no son sólo su letra. Con la música se vuelve evidente: cuando cantamos, aceptamos que la letra no es lo más importante. No es que la letra no tenga valor, sólo que no es lo más importante. Pareciera que necesitamos decir cosas para cantar; más que cantar para decir cosas, tal vez decimos cosas para cantar. Como si necesitáramos excusas para encontrarnos. Cantamos para reconocer que ya estábamos cantando; y bailamos para reconocer que no podemos no bailar —el movimiento más automatizado de nuestras vidas cotidianas sigue siendo una pequeña danza. Eso nos recuerda el arte de la ficción: la vida es un musical disimulado; el sonido ES el sentido. La estética sería la política de lo sensible.
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En síntesis, vincularnos y sensibilizarnos es lo mismo. Sensibilizarnos es complejizar nuestras maneras de responder a las situaciones de la vida —si el modo Hollywood es el modo de reaccionar simplificada y arquetípicamente, ¿de qué otros modos podemos vivir y filmar? ¿De qué otros modos podemos relacionarnos? La exploración vincular es un problema estético porque vincularnos es dinamizar el despliegue de nuestras sensibilidades. La exploración estética es una investigación vincular porque sensibilizarnos implica, sí o sí, abrirnos a lo diferente —sobre todo, abrirnos a habitar la tensión inevitable generada por la diferencia. No suele ser un proceso cómodo, no es una fiesta social —es, más bien, una celebración dislocada, misteriosa.
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