por Jada Sirkin
La primera vez que vi la película, temí que la arruinaran con algún truco narrativo, las arenas movedizas del melodrama, el campo minado del efectismo. ¡No hay trucos! Sin artilugios retóricos,esta película celebra la complejidad del ser humano, que se congrega en esas formaciones desparejas que llamamos familias.
Como la de Los humanos (Stephen Karam, 2021), esta familia tiene la extraña capacidad de abrir espacio de juego para vivir el conflicto con ligereza, alternar seriedad con diversión, no tomarse las cosas tan a pecho (digamos, tan melodramáticamente), y sin por eso caer en la burla o el cinismo. Una familia, como una sociedad humana (y como una película), se teje de decisiones estéticas.
La película no se instala. Muta. Circula. La apuesta por el dinamismo tonal es una decisión estético-política que permite circulación de energía afectiva entre los personajes —para que las estructuras vinculares no se fijen, es necesario dar lugar a la contradicción interna de cada cuerpo. En general, en el cine y a veces también en la vida, cada fuerza (por ejemplo, la rebeldía) suele instalarse en un solo cuerpo/personaje: cuando hay una estructura de autoridad y una contrafuerza de rebeldía, suele haber un personaje rebelde: el rebelde. Pero, si observamos la vida en detalle, notamos que las fuerzas suelen tener expresiones más dinámicas, circulan por diferentes cuerpos en diferentes momentos. Si bien tenemos una tendencia a fijarnos en posiciones y actitudes definidas (“soy un rebelde, soy así”), la experiencia suele ser mucho menos estereotipada que en el cine. Es como si al cine le sirviera (demasiado) nuestra tendencia a fijarnos en posiciones y dibujar nuestras identidades con trazo grueso.
El estereotipo es una figura despojada de complejidad, simplificada para alojar una sola fuerza. El esquema del bueno y el malo sería la simplificación estereotipada máxima. Estéticas (sensibilidades) más complejas tienden a repartir las mismas fuerzas en diferentes cuerpos/posiciones; los contrastes se mueven.
Aunque el padre llega a golpear la mesa, eso no significa que la película (la familia) tenga que quedar atorada en el exabrupto melodramático. Si los humanos tendemos al melodrama, esta película nos recuerda que somos más que melodrama. Es notable que el momento de estallido no suceda por el final —la película no procede por acumulación y descarga. Si las narraciones suelen proceder por irreversibilidad y fatalidad (la cosa se va apretando hasta que estalla), esta película procede de modo diferente, comprendiendo que no somos caricaturas funcionales a una idea moral del mundo.
Vamos y venimos, somos criaturas complejas.
En el modo melodramático, las contradicciones son expulsadas al exterior; la dicotomía melodramática no permite que fuerzas contradictorias habiten a la vez a una misma entidad. El melodrama no celebra las contradicciones porque nos fija en posiciones desde donde no podemos ver la vida más que como un mapa de subidas y bajadas. En el melodrama las contradicciones deben resolverse —es decir, eliminarse, trascenderse. Las contradicciones del melodrama funcionan como el portal que debe atravesarse para así acceder a lo sagrado. El dilema de Cory (Jane Wyman) en Sólo el cielo lo sabe (Douglas Sirk, 1955) es una pregunta que debe responderse. Por prescripción genérica, ella debe decidir si conformarse con la seguridad que le dan las estructuras sociales (lo familiar) o si saltar a la incertidumbre del deseo (el amor como acceso a lo desconocido). Sólo en tanto el personaje toma una decisión es que puede acceder a la dimensión de lo trascendental —lo sagrado.1 En el modo melodramático, no hay trascendencia en la pregunta.
El melodrama funciona como una forma ordenada, civilizada y religiosa de acceder a lo sagrado. El melodrama es un templo en el que la coreografía para llegar a tocar el Misterio tiene reglas precisas y ademanes protocolares. Como en una ceremonia apretada, en el melodrama las escenas se cortan antes de que los personajes puedan reconocer que en el fondo no son parte de una estructura narrativa ajustada por una agenda moral que les obliga a avanzar por el camino de las escenas como casilleros que les conducirán hasta el momento diagramado para la epifanía trascendente. Los humanos somos mucho más ambivalentes (facetados, tensos, suciamente sagrados) que lo que suelen mostrar las películas, que hacen de la historia un camino lineal (melo-didáctico) que nos lleva, en general, del resentimiento a la reconciliación —de la armadura a la lágrima, del infierno a alguna imagen de Dios. Aquí, en esta familia no tan familiar (no es La familia, sino sólo Familia), resentimiento y reconciliación van y vienen, intermitentes, chisporroteantes (divinos), más como en la vida que como en el cine.
A diferencia de lo que sucede en Los humanos, aquí el secreto es revelado de entrada: la familia ha recibido una oferta para comprar su finca, un gran campo de olivos y la casa antigua. Más que revelación final, la situación es disparadora de reacciones y reajustes. Se trata del lugar donde crecieron, con toda la carga afectiva que eso implica, pero, a la vez, se trata de un peso para el padre, que dice estar cansado del pasado. Dineros, afectos, responsabilidades, recuerdos, la situación es compleja. Como la situación es compleja, la película no ofrece soluciones simples —como la película no ofrece soluciones simples, la situación se puede desplegar en toda su complejidad.
Leo es una suerte de patriarca sensible, una figura de autoridad a la vez firme y vulnerable. En su cuerpo, en la actuación matizada de Daniel Giménez Cacho, parecen cruzarse todas las fuerzas emocionales de este variado grupo humano. Lo que llamamos personaje puede ser pensado como el cruce entre lo que dice un guión, lo que produce un cuerpo frente a cámara y lo que finalmente teje un espectador. El guión de esta película es notable en su deseo franco y diáfano de recorrer contradicciones; pero es también la actuación la que produce, y no sólo en el personaje del padre, abanicos y matices.
Ver la escena de las tres hermanas (con brillantes actuaciones de Ilse Salas, Cassandra Ciangherotti y Natalia Solián) tomando té y fumando en un espacio apartado del resto, en la que la decisión de jugar con la expresividad de los gestos, habilitada por la excusa de la marihuana y la mofa entre hermanas, se hace evidente. Los personajes actúan, juegan, hacen de sus cuerpos territorio de exploración emocional. El devenir gestual abre líneas de fuga en la trama significante. Los cuerpos están algo liberados de la carga narrativa; sin ser arbitrarios ni excesivos, gozan de una sutil excentricidad —tal vez en donde esto se expresa con más claridad sea en el pequeño Benny (Ricardo Selmen), el hermano menor, que es como el clown de la familia, a la vez extremadamente delicado: nunca sabemos cómo va a reaccionar, su presencia podría estar representando (encarnando) la extremidad más frágil del grupo.
Mucho de lo que sucede dentro de la tribu es revelado por las miradas de Mónica (Natalia Plascencia) y Clara (Maribel Verdú), las recién llegadas o casi llegadas a la familia, que dan cuenta de la complejidad de lo que se despliega en el intercambio —ver el encuentro de Mariana, la hija menor, con Leo su padre, que la abraza por unos segundos más de lo que podría ser normal, y que le tapa la boca para callarla, en algún nivel ofendido porque Mariana no quiere decir quién es el padre del bebé que lleva en la panza, lo que da a Leo la pauta para interpretar que su hija no valora la función de los padres. Ese vínculo padre-hija está multiplicado en sus sutilezas por las miradas de Mónica y Clara, la primera más curiosa, la segunda comprendiendo algo que todavía no vemos. Cuando Rebeca, la hermana mayor, le cuenta a Mónica la historia del campo de Olivos y se ataja diciendo “demasiada información”, Mónica, levantando la cámara de fotos hacia los árboles, responde “demasiada información, es mi cosa favorita”, a lo que el esposo de Rebeca, el gringo Dan (Brian Shortall), agrega “entonces vas a estar perfecto aquí (…) demasiada información es el pegamento familiar.” Más tarde, dentro del contexto tribal en el que hablar de todo parece la norma, Dan defenderá su derecho a estar en silencio.
El director y guionista de la película, Rodrigo García, cuenta que fue a propósito que eligió narrar a una familia no tan tradicional y puramente mexicana, sino más fronteriza, más tocada por la cultura americana. Tal vez esta decisión sea en parte la responsable de que el modo melodramático, tan amigo en México y tan común en un contexto familiar, no se haya comido a la película. Dan es de Estados Unidos y tiene que hacer un esfuerzo por hablar español. Los niños hablan en inglés. Rebeca anuncia que se irán a vivir a Chicago. Cruces culturales. También están las empleadas domésticas, bastante integradas en la historia de esta familia —una de ellas, Teresa (Ángeles Cruz), que es casi parte de la familia, va a casarse con Otoniel (Adolfo Madera), el capataz de la fábrica en que hacen el aceite; la otra, Eva (Jessie Valcin), inmigrante africana, está recién aprendiendo a hablar español y, por el final, le confiesa a Leo que le recuerda a su padre y le da un abrazo que él no sabe cómo recibir. Es cierto que el relato de Eva sobre su padre asesinado está algo apurado y suena a línea políticamente correcta2, es decir, forzada, pero el desconcierto de él ante el abrazo de su empleada hace muy valioso al momento, uno que corona esta serie de cruces que traen diversidad y complejidad al tejido, que no deja de agitarse y de esquivar el estereotipo.
Una forma en que la película esquiva (o complejiza) el estereotipo es haciendo durar las escenas. Ver las duraciones de lo que podríamos leer como la introducción, lo que viene antes de que todos se encuentren en la casa. En cualquier película, ¿esas escenas introductorias no durarían menos? Luego, la escena de la mesa dura como media hora. El tema de la duración de las escenas se relaciona con otro elemento muy valioso de la película: los personajes no están tan marcadamente definidos. Por ejemplo, las tres hijas no tienen características TAN marcadamente (dramatúrgicamente) diferentes; la relación del padre con cada una de ellas es diferente, pero no tanto —digamos que la diferencia no está resaltada, narrada, tan explicada desde el guión. Está bien que está la hermana mayor, más seria, con un trabajo estable y defensora del matrimonio, y que está la hermana del medio, más desorientada, artista confundida, que está al borde del divorcio; pero también está la hija menor, que desarma el esquema de oposiciones —cuando le preguntan si es la preferida del padre, ella dice que sí, pero con un gesto poco decidido, como si no estuviera del todo segura, como si no pudiéramos saberlo.
La relación que encuentro entre los dos puntos (la duración generosa de las escenas y la definición blanda de los personajes) es ésta: cuando los personajes son más estereotipados, cuando están delineados con un trazo más grueso que nos permite reconocerles (identificarles) con mayor velocidad y seguridad, cuando se amoldan dentro del estereotipo, las escenas no necesitan durar más que lo necesario para que los espectadores decodifiquemos; si lo pensamos en la dirección opuesta, cuando las escenas duran poco, por presión narrativa y comercial, los personajes/cuerpos/actuaciones no tienen mucho espacio más que para marcar el trazo expresivo veloz y fácilmente legible. Lo que vemos aquí es otra cosa. Las escenas, no tan sintetizadas por un aparato narrativo didáctico, permiten que personajes y actuaciones se desplieguen con más holgura; cuando los personajes no están escritos y descritos como si fueran caricaturas necesitan y piden espacio.
Esta relación también se vincula con otro acierto de la película, que es que no hace base en el dilema (la encrucijada, como dispositivo fundamental del melodrama) que se abre para los protagonistas: vender o no vender el campo. Sí que esa situación se presenta con su importancia, su valor y su peso, pero no monopoliza la atención de personajes y espectadores en una línea clásica de acumulación hacia la decisión final —conclusiva, moral. El problema no es lo verdaderamente importante; el dilema de la venta funciona más bien como disparador, excusa o marco que posibilita la circulación de reajustes expresivos y vinculares, movimientos en el sistema familiar y derivas poéticas de la narración.
Como tal vez en toda familia, hay una ausencia que define. Define lo indefinido, la relación de cada vida con la ausencia —y, en el caso de Leo, con la soledad y esa manera amorosa pero absorbente de pedir presencia: tú no me dejarás, ¿verdad?, le dice a Benny por el final, a lo que él responde algo brillante: somos una ecuación. ¿La familia es sólo una ecuación para evitar la soledad? La madre es una suerte de fantasma, la incógnita poética de la ecuación, la escritora ausente, presente en los cuerpos y en las conversaciones, como una referencia profunda e incierta. La película empieza con una aparición de ella en la imaginación de Leo. Esa presencia circulará alrededor de la mesa familiar durante toda la película, hasta el final, mágico y a la vez sobrio, con que nos retiramos de una experiencia ambigua que se deleita en no resolver y en sostener las contradicciones.
Las fuerzas contradictorias siempre están dentro nuestro, pero muchas veces nos identificamos con una sola de esas fuerzas, y necesitamos que el destino (los otros, lo otro) ponga en escena lo que no queremos asumir como propio —ni hablemos de “política”. Cuando Mariana le dice a Leo que si él no quiere que ella tenga a su bebé sola es porque no quiere tener que ocupar el lugar de la figura paterna, él se queda en silencio y ella interpreta ese silencio (“por fin te dejé callado” o algo así le dice) como respuesta al encuentro incómodo con la verdad. El silencio de él también podría leerse como una decisión de no responder a un comentario inmaduro, infantil, peleador. ¿Punto para Mariana o punto para Leo? Punto para la película, que no toma partido y así evita detener el circuito de proyecciones.
Después del exabrupto, Julia, la hija del medio, le dice a Leo, al borde del llanto, pero con una sonrisa casi irónica, “eso estuvo muy feo, Leonardo”. Y se retira. Ese comentario, ¿dice más sobre lo errado del exabrupto de él o sobre la incapacidad de ella para no juzgar una agresividad que tal vez no sea más que la suya propia, convenientemente exteriorizada en el cuerpo de su padre? Cuando él habla con un “tonito”, Rebeca se lo remarca, como si ya conociera esa “reprochable” forma de hablar. ¿Qué quieren que sea?, les grita él, ¡maduren! ¿Son ellas las inmaduras, que todavía se quejan infantilmente de las formas brutas de su padre? ¿Es él el inmaduro, que pide madurez a los otros y a los gritos? ¿Quién pide madurez a los gritos?
Con una estética familiar, la película nos regala las sutilezas infinitas dentro de lo conocido. ¿Serán todos en algún nivel inmaduros, y serán los cruces que tejen la película las apuestas que tendrán que poner en escena (sobre la mesa, familiar y nueva) como parte del proceso compartido que es crecer?
1 Con “lo sagrado” me refiero a la curiosidad metafísica que nos mueve a hacer esos gestos creativos y perceptivos que llamamos arte. La definición es algo abstracta, pero adecuada, porque tal vez lo sagrado y lo abstracto sean lo mismo.
2 Cuando le preguntan si el abanico étnico surgió de una idea de inclusión (la producción es de Netflix, que tiene sus protocolos inclusivos reglamentados), García responde que no, que le interesaba la diversidad en tanto cualidad propiamente mexicana. Podemos de todas formas preguntarnos por el match entre ese interés, por un lado, y el manual inclusivo de la plataforma productora, por el otro.
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