(Enero 2022) – Por Jada Sirkin
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Más allá de las ideas del bien y del mal, existe un campo. Allí nos encontraremos. Cuando el alma se acuesta en esa hierba, el mundo está demasiado lleno para hablar.
Rumi
Creo que en todo el documental sobre la realización de la saga Harry Potter no hay ni un momento en donde las personas involucradas cuenten algo, digamos, negativo (desafiante, complejo) acerca de la experiencia. Mi hipótesis es que el mismo nivel de idealización que encontramos dentro de la ficción está operando fuera de ella, en el relato sobre la realización de la ficción. Así, este documental se vuelve otra forma de ficción. En todo caso, ¿no es en sí todo documental, o más bien todo relato, una ficción?
Cuando Daniel Radcliffe (Harry Potter) cuenta que, si bien con su padre no podían conversar, se sentaban a ver la saga y se emocionaban juntos, Emma Watson (Hermione Granger) responde que las historias son algo así como refugios donde podemos ir a sentirnos a salvo cuando las cosas no andan muy bien. Por su parte, Gary Oldman (Sirius Black) dice que hacer las películas fue como estar en familia (esa idea se repite varias veces) y Helena Bonham Carter (Bellatrix Lestrange) dice que lo importante de esta historia es que nos da un sentido de pertenencia, cosa que todo el mundo necesita. La idea es que todxs necesitamos pertenecer (sentir que pertenecemos) y para eso sirven las historias —al menos, este tipo de historia, que moviliza un tipo de emoción que podemos llamar arquetípica. La información arquetípica es una información ideal y por lo tanto polarizada. Un ideal es en sí una polarización en tanto funciona como estructura (fijación) de inclusiones y exclusiones —la definición de lo bueno y lo malo.
El relato de lo que fue la experiencia de hacer las películas se percibe tan idealizado como el relato de la historia de ficción del mundo de los magos; la narración del detrás de escena comparte, con la narración dentro de escena, el foco en la cooperación, la hermandad y la familia; la unión es generada, más visiblemente en la ficción, pero también en la realidad, por la lucha contra el mal —lo otro. Idealizar es definir y fijar la división entre lo propio y lo ajeno. Digamos que, si en la ficción el mal equivale a la muerte, en la vida real equivale al fracaso —al desorden. Hacer cualquier película (y ni digamos 7 películas de este calibre) es algo así como una odisea. Por el final del documental, el trío protagonista dice lo logramos: atravesaron la aventura épica (desplegada durante diez años) entre la primera y la última de las películas, todo ese esfuerzo compartido. En algún nivel, hacer cine es también una batalla contra el mal —digamos, contra (por no decir con) la vida, que, ya lo sabemos, siempre desordena nuestros planes.
Más allá de que hablemos del mal o del desorden de la vida, estamos hablando de la muerte: cuando la muerte acecha, hay una causa que nos une: vencer a la oscuridad (la desorganización de lo conocido, de lo familiar). Ralph Fiennes (Lord Voldemort) cuenta haber disfrutado de sentirse, en el rol del villano, muy poderoso. Todo se trata de una cuestión de poder. En definitiva, dicen por ahí, todo se trata de una lucha del bien contra el mal. Por supuesto, como en cualquier narración arquetipizada, los polos están idealizados —es decir, definidos y separados. Si bien se sugiere que Harry y Voldemort son las dos caras de una misma moneda, y si bien se narra la historia del joven mago que fue tentado por la sombra (si bien, digo, conocemos la humanidad perdida de Voldemort), al final se trata, una vez más, de que la luz destruya a la oscuridad. El monstruo, aunque sea humanizado por el relato de cómo devino monstruo, sigue siendo sólo un monstruo —y por lo tanto debe ser eliminado. Por necesidad, porque el héroe debe ser héroe —porque el heroísmo es la defensa de nuestro espacio de pertenencia: necesitamos héroes para pertenecer, para sentirnos a salvo.
Como vemos en la construcción narrativa del detrás-de-escena de muchas producciones, más las del norte, el hecho mismo de filmar es entendido como una gesta heroica. No por nada los actores son endiosados: se valora mucho el esfuerzo y la dedicación, el esmero, la generosidad, el compañerismo, los valores familiares y fraternales. Gary se vuelve una figura paterna para Daniel tanto como Sirius para Harry; nos encanta verlo, así que nos dedicamos a narrarlo. Y para narrarlo, lo vivimos. Era hermoso ver a Gary y Daniel juntos entre las tomas, dicen; y claro que es hermoso, porque somos hermosxs y porque hacemos lo posible y lo imposible por recordarlo.
Para recordar que nos amamos, construimos este tipo de experiencias —le llamamos arte, cine, como sea. No digo que el documental haya exagerado, o mentido, aunque sí digo, está claro, que ha seleccionado; probablemente la experiencia de realización de las películas de hecho haya sido así de maravillosa como cuentan, la pregunta que me hago es si la necesidad de idealizar experiencias nos lleva a crear experiencias cercanas al ideal. Vivimos experiencias porque sabemos que necesitaremos recordarlas. El dinero ayuda a crear contextos casi ideales —mitos, cuentos. Quienes hacemos cine de muy bajo presupuesto sabemos que las corridas y la acumulación de tareas en una sola persona, por poner un ejemplo, suelen ser movimientos muy estresantes. Puedo imaginar que, cobrando buen dinero y teniendo un trailer para retirarse a descansar, la experiencia ha de ser diferente —cuando se genera un contexto de contención firme, el talento es desplegado con comodidad y sensación de control. La causa es clara: se está construyendo un mito. Para eso, es necesario controlar al azar. La experiencia debe ser ideal. Porque es alrededor del ideal que nos encontraremos —al menos, que se encontrarán nuestras personalidades idealizadas. De todas formas, por más ideal que sea (parezca), siempre hay momentos difíciles, tensiones, dificultad, oscuridad que emerge en el juego inevitablemente complejo de la creación colectiva: si es así, ¿por qué no nos lo cuentan?
Es cierto que hay algunos momentos, pero ¿no están también algo idealizados? Uno es el momento en que el director Mike Newell se quiebra las costillas mostrándole un movimiento a uno de los hermanos Phelps (Weasley). La forma en que está narrado el acontecimiento hace que sea más una anécdota que un momento de riesgo emocional y aprendizaje vincular. Es cierto, han pasado años, y tiene lógica que ahora lo recuerden como un momento puramente divertido. Pero… Otro momento supuestamente difícil es cuando cuentan que Emma, abrumada por la cosa de la fama (esta cosa de la fama finalmente llegó a casa, dice ella) consideró la posibilidad de no actuar en las últimas películas. Del mismo modo, la situación queda en un nivel anecdótico, recubierta y protegida por la profusión de halagos y declaraciones de amor entre los participantes. Todxs hablan muy bien de todxs lxs demás, todxs hablan de lo geniales que son las personas con las que trabajaron, y lo increíble que fue la experiencia. Sí, de acuerdo, pero ¿no hay algo más? ¿No hay un lado B? ¿Dónde está Voldemort en todo esto? ¿Nadie, en ningún momento de los diez años de labor, sintió un mínimo desprecio por nadie? ¿No hubo ni una mínima discusión?
Seguro que sí. La pregunta es ¿por qué no lo cuentan? ¿Por qué eso que podemos entender como lo malo o lo negativo está tan sistemáticamente excluido de la narración de esta odisea creativa? El momento en que Emma y Rupert Grint (Ron Weasley) se declaran amor, el momento en que ella misma y Tom Felton (Draco Malfoy) cuentan que se hicieron hermanos desde el día uno, el momento en que Jason Isaacs (Lucius Malfoy) cuenta de su admiración por Tom en la escena en que Draco es forzado a asesinar a Dumbledore, diría que todos los momentos de Robbie Coltrane (Hagrid) tanto en la realidad como en la ficción, son momentos que me conmovieron, y que considero hermosos; sí, pero me pregunto, ¿no falta algo? ¿Somos los seres humanos esa pura luz? ¿Es la creación colectiva sólo una fiesta de héroes talentosos? ¿Adónde quedan las monstruosidades del proceso creativo? La oscuridad que durante años intentan desterrar en la ficción, en el documental (la ficción de la ficción) ya viene desterrada. ¿Está el bien tan separado y recortado del demasiado oscurecido mal?
Recortar el bien y el mal con tanta definición, ponerle rostro y nombre a la oscuridad, nos permite, una vez más, desplazarla a la distancia, de modo tal que la necesidad de asumir la oscuridad se desdibuja. El mal nos sirve para ser los buenos. Tener un monstruo con cuerpo (no por nada a Voldemort le toma un tiempo hacerse de uno) nos permite clavar la espada afuera, nos da un norte, una causa por la que luchar —nos unimos en la historia de nuestras causas colectivas. Los humanos nos unimos, en gran medida, para luchar por algo. Nos inventamos enemigos para sentir pertenencia. El afuera (aquello contra lo que debemos luchar, el azar, el desorden, la otredad, la muerte) es lo que justifica y permite la creación del adentro (la familia, los hermanos, la comunidad, la historia del refugio y el refugio como historia). En las películas de catástrofe, el meteorito invita a la humanidad a unirse. Cuando el meteorito es sutil y misterioso como un virus, la humanidad, en lugar de unirse, confirma su capacidad de dividir y polarizarse. Voldemort es un enemigo claro y cuando el enemigo es claro sabemos lo que tenemos que hacer —no hay por qué dudar, las posibilidades son la vida y la muerte. Ojalá los enemigos estuvieran siempre tan visibles y definidos; la cosa, como vimos estos años, es más compleja.
Dice Jean-Louis Comolli: “Todo film es un sistema, sin duda, pero ningún sistema humanamente formado se presenta sin brechas, fallas, aporías, contradicciones, sin la puesta en juego de su propia contestación o de su destrucción. Son los agujeros del sistema, lo que es conveniente aprehender. (…) Todas las luces del espectáculo no podrán poner fin a la oscuridad del mundo.” Como la ficción de la que habla, este documental selecciona minuciosamente los signos que tejen el sentido final luminoso y espectacular —mítico. No hay nada que no esté cuidadosamente incluido (por lo tanto, también descartado) con fines a la construcción de ese sentido conmovedor. Justificados por el contexto (un documental que habla de la realización de una serie de películas de ficción), los cuerpos ante la cámara no hacen sino hablar de otra cosa, referirse a otro momento; representar, en sus memorias, una experiencia del pasado, claramente viva, como relato físico, en su vibración emocional presente. Nos juntamos para recordar —para construir recuerdo: sólo un recuerdo (un relato) puede ser idealizado. El presente nunca es ideal. Recordar (idealizar) nos une, y nos unimos para sentir amor —vitalidad. El mito es una historia muy emocionante; nos lleva a un nivel emocional extremo en el que no podemos no sentirnos unidxs. Idealizamos (espectacularizamos) la experiencia para sentir pertenencia.
La narración de los mitos compartidos nos une en un espacio común de pertenencia. Aunque sean los protagonistas, estos cuerpos son, principalmente, narradores —agentes de la narración. La misión de los cuerpos (en este documental que luce y funciona como una ficción) es una misión narrativa, representativa. Incluso la emoción parece tener una prolijidad ficcional —modelada, orquestada, bien iluminada. Nada significativo se pierde, nada insignificante tiene posibilidad de sobrevivir. La narración es una batalla contra la insignificancia. Dice Comolli: “Filmado, no es solamente mi imagen lo que está en juego; es mi imagen parlante, mi imagen de sujeto parlante. Lo que digo y lo que no digo, la ecuación de mi palabra y de mi cuerpo, es eso lo que es filmado, lo que resulta problemático. La relación entre dicho y no dicho no es directamente mensurable por el sujeto que habla. Allí reside todo. Escapa, no “comunica”, se equivoca, se supera, se desborda. Lo impensado se revela en la palabra filmada porque esa palabra es cuerpo, viene de él, se recupera en él.” ¿Qué expresa inconscientemente nuestro cuerpo entre las fibras del tejido narrativo? ¿Puede la narración más controladora inhibir las emanaciones de lo inconsciente?
Hay en el documental sólo un momento (según mi experiencia) en el que alguien está hablando (creo que es Emma) y la cámara toma a Rupert en un movimiento expresivo ambiguo que, por un instante, me hizo pensar que se aburría, o que no quería estar ahí. Qué hermoso, pensé, ¿qué le estará pasando? Por un breve lapso de tiempo mi imaginación pudo desprenderse del camino trazado por la historia, asociar, crear, vislumbrar una complejidad imposible de organizar; pero enseguida fui tomado por la velocidad narrativa, que no dejaba baches para la peligrosa posibilidad de vislumbrar otros significados. Si observamos, casi que los únicos silencios que se dejan en estas entrevistas están ocupados por movimientos expresivos que dan cuenta de emociones fácilmente legibles. Es decir, no son silencios —porque los cuerpos están diciendo algo preciso y claro. El verdadero silencio es un espacio de ambigüedad, es una suspensión del proceso comunicativo: el silencio es una pausa de la circulación del sentido, un momento peligroso porque puede dar origen a cualquier cosa. El silencio es el punto desde el cual todo es posible. Si hablamos de pertenencia, de familia y de hogar, tenemos que decir que el verdadero refugio (digamos, el refugio último) no es una historia, como nos/les gusta tanto decir —el verdadero refugio es el silencio. ¿No hay en el silencio algo del orden la magia? ¿No es la magia una expresión del silencio?
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