«Stranger things» y la encantadora negación de la sombra

(Mayo 2021) – Por Jada Sirkin

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Como podremos comprobar, la tradición del terror es uno de los géneros cinematográficos más antiguos y perdurables. Que ello sea así no debe sorprender a nadie que tenga siquiera un mínimo conocimiento de la vida de la imaginación occidental, puesto que entre las historias más antiguas y persistentes de nuestra herencia cultural, y tal vez en la herencia del subconsciente humano, figuran cuentos terroríficos. En efecto, una historia psíquica de la cultura podría escribirse con gran eficacia desde el punto de vista de la morfología de sus monstruos, la historia de aquellas personificaciones del vacío que sucesivas generaciones han elegido como pesadillas básicas. (…) Cada época elige el monstruo que merece y que proyecta; y todos ellos son, en su horror, hermanos de sangre. (…) El monstruo es, repitámoslo, la fuerza que los hombres sólo afrontan en el mundo simplificado de la laguna, la fuerza que la civilización les impide afrontar. Enfrentarse cara a cara con el monstruo es enfrentarse, en una atmósfera preternaturalmente violenta, al pleno terror de la madurez. (…) El cine de terror —que siempre es una u otra variante del más primitivo de los mitos humanos, el del héroe y el dragón— es realmente un mito de los orígenes de la civilización (la derrota del dragón es la creación arquetípica del orden humano y la superación del caos).
Frank D. McDonnell, El cine y la imaginación romántica

¡SPOILER ALERT!

No se trata de un concurso de sensibilidad, pero Dustin tal vez sea el personaje más sensible de Stranger things. Al menos, es quien se encariña con el demagorgon bebé; es quien también nos muestra que los demagorgon, más allá de su voracidad, pueden amar… y amar solo sería, aquí, no devorar —al menos, retrasar el banquete y dejar que los héroes cumplan su misión narrativa de héroes.

Los demagorgon no tienen rostro, son pura boca, una boca que se abre como una flor hambrienta. Son una especie de planta carnívora con un cuerpo casi humano; pero no son humanos, ¡son su sombra! El humano deshumanizado, el humano devenido monstruo. ¿Cómo no van a devorarlo todo si fueron tan reprimidos en la sombra? ¡No tienen rostro! ¿Cómo no van a devorarlo todo si son la encarnación de esa rechazada parte de nosotros que hace que el rostro, tal vez lo más humano del cuerpo humano, se vuelva una pura boca? El rostro, lo que nos identifica, es, en su lado B, el pozo de la muerte. El demagorgon es el lado voraz del humano. Si tuviéramos la sensibilidad que tiene Dustin para amar al monstruo, tal vez el monstruo no sería tan monstruo —pero, si el monstruo no fuera tan monstruo, no habría historia.

Está bien que se trata de una serie de género y que juega con estéticas vintage y con la consciencia explícita de ser una de terror tipo años 80, pero, aun así, podemos hacernos la pregunta: ¿seguimos con lo del bien y el mal?

¡Sí!

Con formas más o menos actualizadas, con lo encantadores que son el vestuario de época, los juegos de rol, las historias de laboratorio y los nervios (y el amor) de Winona Ryder, lo que tenemos aquí es una narración de esas en que el bien se enfrenta contra el monstruoso mal. La monstruosidad del lado B es proporcional al intento que el lado A hace por ocultarlo —negarlo. Cuanto más encantador parece el lado A, cuanto más ingenuas son las madres de familia (deliciosa Cara Buono en el rol de esa madre naif que nunca se entera de nada de lo que pasa del otro lado), más monstruoso se revela el lado B —aunque haya sido un mito urbano, se decía que los cassettes de Xuxa, cuando se les daba vuelta, o se los hacía correr para atrás, contenían mensajes diabólicos. Los cassetes podían grabarse de los dos lados; avanzar un lado era retroceder el otro. Con la llegada del CD y el DVD, las cintas dejaron de poder darse vuelta. Tal vez por eso necesitamos volver a los 80 —para encontrarnos con el mundo dado vuelta.

¿Será que en los 80 el mundo se dio vuelta? ¿Qué pasó en los años 80?, le pregunta el niño narrador a su padre en el cuento Un trozo del muro de Berlín, de Sam Shepard. El cantante Marvin Gaye fue asesinado ¡por su padre! (¡¡¡un reverendo!!!) en 1984, el año en que se sitúa la primera parte de la serie. Y cayó el muro de Berlín —el muro, esa herida que expresaba la división del mundo en dos fuerzas en guerra. ¿Qué es una herida sino una división —la manifestación de una polarización/enemistad, la expresión de una separación irreparable? Ken Wilber dice que toda línea divisoria es un potencial campo de batalla. Solo se pelea donde hay división, solo se pelea donde hay herida. Solo se lucha donde hay bien y mal —la herida es la división entre luz y oscuridad. Pero aquello que divide puede ser también lo que comunica. La herida ¿es un portal?

El efecto psíquico de la guerra fría (o el peso psíquico de lo que la guerra fría expresó) fue (y es) tal que los rusos siguen siendo los malvados. Necesitamos malvados. Incluso 30 años después de la caída de la Unión Soviética, la polarización sigue activa y, aquí, para justificarla racionalmente, nos volvemos en el tiempo. En el Super agente 86, el Control occidental era amenazado por los malvados de Kaos. Lo del otro lado siempre es percibido como caos —una fuerza intolerable por su poder de desorganización. Lo que desorganiza el orden racional es demonizado. Los psicodélicos tuvieron un papel importante en la desorganización o el desmantelamiento (al menos, en la amenaza de desmantelamiento) de cierta imagen controlada de la cultura occidental. Al parecer debido a una serie de experimentos con LSD, una niña nace con poderes extraños. Los científicos la investigan y la hacen entrar en esa zona negra que podríamos fácilmente pensar como el inconsciente —no sabemos si el de ella o el de la humanidad entera. En el fondo de uno de sus viajes, la pequeña ve algo que le produce un susto demasiado profundo; el grito es tan poderoso que abre la herida entre el inconsciente y el mundo consciente.

Tal vez debido a la falta de sensibilidad y empatía de los científicos, tal vez debido a la falta de cuidado, como sea, la herida fue abierta —y ahora, sigue abierta. Después de mucho intentar mantener sus secreciones controladas, el pus del inconsciente estalla. Cerrar (y mucho menos, tapar) la herida no implica que deje de haber una herida. La herida está ahí porque el otro lado todavía es considerado el upside-down (el mundo dado vuelta). Nadie duda de que este mundo encantador de niñxs encantadores sea el lado A y aquel otro, oscuro y lleno de arañas gigantes y humanoides con cara de planta carnívora, sea el B. Pero ¿quién dice? ¿Quién dice que aquel es el upside-down y éste es el mundo al derecho?

Stranger things pareciera otra más de las tantas narraciones sobre la lucha de la luz CONTRA la sombra. Esta versión de la sombra es poderosa e inteligente —demasiado sensible. Los demagorgon trabajan con una telepatía descomunal, como células-tentáculos de la araña —todos, un mismo cuerpo. Los niños de este lado son los encargados de igualar ese poder cooperativo. ¿Por qué niños? Tal vez los niños sean los más capacitados (o los únicos capacitados) para la empresa telepática y la creación de red. Solo ciertos adultos sensibles parecen tener la capacidad (¿la inocencia?) suficiente como para unirse a la empresa de coordinación. Es conmovedor ver a los chiquillos aunar fuerzas, trabajar en equipo. La causa es la de siempre: la supervivencia. Y está bien, nos conmueve vernos trabajar por la supervivencia. La lucha de la vida contra la muerte (de la luz contra la oscuridad, del bien contra el mal) todavía nos resulta encantadora. ¿Por qué digo “todavía”? ¡Tal vez siempre sea así! Mientras otras series de Netflix son dadas de baja, supuestamente por escasez de público, Stranger things sigue acumulando temporadas —quiere más, como el monstruo del upside-down.

Tenemos las series que nos merecemos. No culpemos a Hollywood/Netflix por la reproducción incesante de encantadoras e ingeniosas narraciones de supervivencia. La cultura popular es un diálogo de retroalimentación entre el consumo y la producción. Se produce lo que se lee y se lee lo que se produce —y se produce lo que se lee. Nuestras sensibilidades arquetipizadas piden narraciones arquetípicas con formas fáciles de leer que nos hagan sentir las cosas que sabemos y necesitamos (¡debemos!) sentir. ¿Cómo no conmovernos cuando la pequeña Eleven lo da todo al final de la primera temporada por cerrar esa peligrosa y supurante herida?

¡Debemos conmovernos! ¡Y esa herida hay que cerrarla! ¡Claro que sí! El punto es este: va a volver a abrirse. Y lo hará por dos razones: porque una herida cerrada no deja de ser una herida (lo reprimido no deja de pulsar), y porque una temporada cerrada no deja de ser una serie abierta. Es conocida la fórmula narrativa por la que el pequeño e inocente Will, pasado un tiempo ya de la restitución del orden, nos muestra que algo de ese otro mundo de las sombras ha quedado de este lado. ¡Sí! ¡La promesa necesaria para abrir la temporada/herida 2! ¡Y la 3 y la 4 y…!

El problema (la pereza) de pensar todas estas cosas es que el desafío es a la vez psíquico y comercial. Todo problema comercial es un problema psíquico. Pensar estas cosas pone en peligro tanto a nuestras estructuras psíquicas como a nuestras estructuras mercantiles, que no son más que expresión de las psíquicas. El mercado del entretenimiento se alimenta de nuestros loops mentales. La narrativa de la supervivencia vende y compramos porque es adictiva. Es bella, es encantadora, es adictiva. Revela lo adictivo de nuestros patrones perceptivos que hacen del lado A (el rostro, la identidad luminosa) lo único permitido, y del lado B (la necesidad oculta, ese hambre feroz y salvaje, alimentado por el rechazo) lo que debe y necesita ser, una y otra vez, reprimido. Ya lo sabemos, es esa misma represión lo que sostiene y retroalimenta el loop. El loop se sostiene por la incapacidad (o la inmadurez) de la consciencia para advertir y asumir la dificultad de reconocer la manera repetitiva en que nos negamos a encontrarnos con todo ese material guardado en el otro lado de nosotrxs mismxs.

¿Es Stranger things una parodia de las producciones de terror de los años 80? Sí y no; digamos que lo suficiente como para justificar la existencia de la repetición: cierto nivel de auto-consciencia semi-paródica parece necesario para que la sensibilidad/inteligencia contemporánea acepte volver sobre esas (no tan) viejas formas de espectáculo. En ese sentido se vuelve importante la inversión hecha en crear una estética que nos remita de manera evidente a esa no tan vieja forma. De hecho, cuando salió la serie, de las cosas que más se escuchaban eran esas: la noción compartida y acordada de que se trataba de una especie de remake-imitación de las estéticas de terror de los 80. Ese plus (ese tejido de guiños culturales —“sí, sabemos lo que estamos haciendo, ¿no es encantador?”) tal vez fuera necesario para que le diéramos el okay, para que compráramos.

Stranger things no es solo una serie, se volvió un fenómeno social/cultural que generó fanatismo y mucho merchandising. ¿Por qué? Sus formas son encantadoras. El revival de estéticas vintage parece tener de por sí algo muy atractivo, que seguramente tenga que ver con el nivel de reconocimiento que puede generar en el espectador. El reconocimiento genera complicidad, sí, pero ¿por qué tanto fanatismo? Me pregunto si el fanatismo no es una manera exacerbada de la complicidad, una forma que tenemos de decidir y confirmar una adhesión a algo con el objetivo secreto de no mirar lo que tiene de vicioso ese algo, cuáles son las razones ocultas de nuestra necesidad de adhesión. Supongo que es una combinatoria compleja (y tal vez no del todo planeada) de elementos la que da como resultado ese fenómeno masivo de hiper-adhesión. Fanatizarse mucho con algo es una manera de generar y confirmar identidad y pertenencia. En este sentido Stranger things, como muchas otras formas culturales, es como un club, un espacio de pertenencia.

Muchas experiencias llamadas artísticas funcionan así, como puntos de encuentro y de consenso, como tribus, como familias. El comportamiento tribal y familiar se caracteriza por la definición certera de su sombra. La familia es un sistema necesario de exclusiones. No es casual que tantas narraciones comerciales usen el motivo de la amenaza del mundo familiar y la necesidad de la tribu de cooperar para combatir al mal, a la sombra, a la muerte. No es casual que la mayoría de las obras narrativas más populares se estructuren a partir de la polarización de buenos y malos. No es casual que las narraciones de supervivencia tribal sean las que más venden. Sean rusos, sean monstruos sin rostro, sean oscuridades incomprensibles, sean padres corrompidos por la sombra, sean magos codiciosos o hobbits codiciosos o nazis desquiciados, los malos son necesarios para sostener la polarización que hace de la narración una estructura familiar, legible, reconocible, cómoda, segura.

La narración familiar es funcional a la supervivencia de la forma física y psíquica. Los fenómenos masivos, las idealizaciones, las proyecciones estelares y divinas de íconos de la cultura pop, el endiosamiento de quien sea, son, entre otras cosas, maneras que encontramos los humanos modernos para sentirnos parte de una especie de religión. Adorar a la misma persona nos religa. En un nivel básico, la religión (la reunión) es posible en tanto funciona como un tejido de rechazos. Nos unimos de manera narrativa en base a lo que acordamos rechazar. No hay nada como el rechazo para unir fuerzas. No hay nada como hablar mal de alguien para juntarnos.

Ahora, hablar mal es crear el mal. ¿Existiría el mal sin la palabra que lo define? Necesitamos ese mal para organizarnos y sobrevivir, necesitamos ese mal para entretenernos. Entretenernos es sostenernos entre —entre manos: es sostener una identidad —un orden moral. Cuando no nos quejamos de algo o de alguien, cuando no tenemos nadie a quien culpar, la conversación entra fácilmente en un vacío —el aburrimiento y el sin-sentido acechan. La queja y el rumor no solamente nos entretienen, nos organizan. Nos organizamos y nos entretenemos rechazando, negando nuestras sombras, proyectándolas en el afuera —o en el abajo, o en el lado B.

Negar la sombra vende porque lo que vende es la promesa de más. Queremos seguir luchando. Y luchar (negar) es prometer futuras batallas. Negar cualquier cosa es garantía de un regreso —un reloaded. Como en muchas experiencias narrativas seriales de género, lo que compramos es la misma insatisfacción. Compramos porque sabemos que podremos comprar más. Compramos la promesa de insatisfacción. Para no satisfacernos, la sombra tiene que ser negada. Si la sombra fuera comprendida e integrada, la lucha de la luz contra la oscuridad se completaría y la serie no tendría qué más narrar. Para que la sombra no pueda ser comprendida como el otro lado inevitable y saludable de la luz, el nivel de represión tiene que ser máximo, para que la monstruosidad (el pedido de luz) adquiera dimensiones tales que a la consciencia (el lado iluminado) le sea imposible de abrazar.

Imaginemos qué pasaría si todos los personajes fueran como Dustin y abrazaran a los pequeños monstruos. Sí, la posibilidad es impensable porque la mayoría de los monstruos ya no son tan pequeños —y el monstruo necesita ser pequeño para poder ser amado. Cuando la monstruosidad crece más allá de un umbral tolerable, el amor es necesariamente negado por la identidad luminosa lado A. ¿Cómo amar a un monstruo que ha crecido tanto? ¿Será que amar es mucho? ¿Será que podemos cambiar el verbo amar por el verbo escuchar? Si no podemos amarle, al menos escucharle… Sí, pero, de todas maneras, ¿cómo escuchar a un monstruo que ha crecido tanto? No lo sabemos, no lo sepamos, no hay fórmulas, pero volvamos a ver Meeting the enemy, de Deeyah Khan.

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