(Enero 2023) – Por Jada Sirkin
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Aftersun (Charlotte Wells, 2022) me parece un tesoro. La película es un despliegue de sutilezas: las minucias de la relación padre-hija, los modos de prestar atención de la cámara, el color, la decisión de darnos poca información, pero sí sugerir un drama soterrado. Paul Mescal y Frankie Corio hacen un dúo precioso —actuaciones llenas de matiz y ambigüedad. Lo que me pregunto es ¿por qué me molestaron los saltos al presente desde el cual se recuerda? ¿Por qué me molestó la aparición de ella de grande? ¿Por qué me sobró el final en el que él se retira? Leo esos momentos como un intento de dar valor a algo que, para mí, ya tenía muchísimo valor. Es como si la película no se contentara con darnos su sustancia, de por sí deliciosa, y por eso necesitara orquestar una ceremonia narrativa —armar el paquete. Por suerte, aquí el empaquetado no tiene tanta importancia (aunque el cierre sí sea algo solemne) y entonces no alcanza a restar valor a la sustancia; las escenas de ella de adulta dicen poco, y la película, al menos para mí, sigue siendo todo lo otro. Tal vez no tenga sentido imaginar cómo sería una película sin una parte, pero lo cierto es que es algo que hacemos inconsciente e inevitablemente. Nunca recordamos cada plano, siempre recortamos; cuando volvemos a una película vista hace tiempo, reconocemos que hemos inventado buena parte. Rancière decía que, para ver realmente algo, el espectador tiene que “componer su propio poema”. Si no, no hay nada.
En una entrevista, la directora dice que “la nota de pérdida” que aparece al final no alcanza a opacar al amor que hay en la película. Estoy de acuerdo, y me pregunto cómo sería la película sin esa nota, sin ese presente en el cual algo ya se ha perdido. Es un lugar común: reconocemos el valor de las cosas cuando las perdemos. ¿Será eso recordar? Enmarcar lo que se fue. Enmarcar para que termine de irse. Reconocemos el valor de una experiencia cuando se termina. ¿Será que la narración de ese presente sin padre tiene esa función? En algún nivel, pareciera que esas escenas completan la película, le dan cierre, un sentido de obra acabada. Aunque sea de modo poético y metafórico, el final es una muerte. La muerte, como el matrimonio al final de las comedias románticas, tranquiliza. Entristece, pero tranquiliza. Porque cierra. Hace que el círculo narrativo cierre y la obra de arte adquiera una suerte de completitud. Adrian Martin se pregunta «¿Por qué una gran película tiene que ser magistral (¡no digamos ya una obra maestra!), completamente coherente, totalmente dueña de sí misma y de sus procesos?» Pregunta interesante. ¿Por qué damos tanto valor a la noción de obra cerrada? ¿Por qué pensamos que una película buena es una que está bien hecha? Si Aftersun no tuviera esas escenas, ¿parecería una obra inacabada? ¿Sería una película casera sin resolución? ¿Quedaría sensación de hilo suelto? La película está atravesada por una suerte de estela, algo quiere irse: desde esa primera imagen detenida, el cuerpo del padre a punto de salir de plano, una pulsión de muerte que estalla cuando él se mete al mar —la retirada del padre que da a la hija el espacio para derivar y abrir sus propios caminos. La escena del mar funciona como una muerte, para nosotrxs espectadores, que la podemos leer así, y para el personaje, que se enfrenta a su abismo. Con lo potente que es este momento (incluido el regreso de la hija al hotel, él desnudo sobre la cama), ¿por qué la película decide sumar esa otra muerte, simbólica o concreta, que parece querer dar cierre y sentido final a la experiencia estética? Obviamente, la película es lo que es, con todas las escenas que su directora (o quién sea, ¡el destino!) eligió incluir; lo que propongo es un ejercicio, un juego: nos imaginamos cómo sería la película sin los saltos al presente y sin ese final. ¿Qué pasaría? ¿Cómo sería la experiencia?
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