El amor después del amor: la estética de un fenómeno colectivo

(Mayo 2023) – Por Jada Sirkin

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Cuando los satélites no alcancen
Yo vengo a ofrecer mi corazón
Fito Páez

Uno dice “estoy emocionado…”, pero nunca dice que cuando está emocionado es que algunas neuronas se detuvieron en ciertas ideas fijas.
Eugenio Carutti

¿Para quién escribo estas palabras? ¿Para quienes amaron la serie? ¿Para quienes la despreciaron? ¿Para quienes quedaron fascinadxs? ¿Para quienes tuvieron sentimientos encontrados? ¿Para quién canto yo entonces?

Tendemos a valorar las experiencias en bloque. Tendemos a clasificar el objeto-experiencia como bueno o como malo —me gustó o no me gustó. Pero la experiencia es muchas experiencias. Cada historia es muchas historias. ¿Por qué pensar que no es parte de “mi” experiencia lo que le ocurrió con la serie a la persona que estaba sentada al lado? ¿Por qué esa necesidad (esa exigencia social) por tomar partido y pronunciarse a favor o en contra?

Preguntas filosóficas para evitar entrarle al desafío que implica para mí escribir (críticamente) acerca de una serie dirigida por un viejo gran amigo, y con amigxs/colaboradores muy queridxs en el elenco. Me debato entre decir lo que pienso y no. Creo que me animo a escribir porque entiendo que éste no es un trabajo tan personal (no de mis amigxs particularmente), y porque escribo desde el profundo respeto que tengo por cualquier empresa creativa. Además, este texto probablemente se pierda en el abismo de los blogs y la marea de notas sobre la serie. Como sea, publicarlo me pone en juego, supongo que también por eso lo hago. Entiendo que estas ideas fácilmente podrían ser leídas como un intento de aguar una fiesta; está bien si me ven como un agua-fiestas, por mi parte intento alejarme de esa etiqueta (sobre esta cuestión más personal, me despliego en el artículo Sobriedad estética, sobriedad social). Es muy fácil afirmar que una película es buena o mala; no me interesa hacer eso. Más que de aguar una fiesta (disolución) se trata de reconocer cómo tejemos la fiesta (desilusión), los modos en que celebramos nuestras aguas —cómo nos emocionamos juntxs, cómo ensoñamos juntxs, cómo entramos al mar.

Julián Kartún, Iván Hochman, Micaela Riera

Cualquier empresa creativa merece respeto; seguramente quienes participaron de esta serie se divirtieron, se desafiaron, aprendieron; y eso es importante, diría: intocable. También es importante la celebración colectiva, a la que me uno; y el amor. También es importante el amor. No me interesa cuestionar la importancia (que la serie rescata) de que nos amemos y celebremos la vida; lo que me interesa con este texto, en principio, es apuntar a la relación entre el fenómeno cultural colectivo (la fiesta, el ritual popular) y el valor artístico (mejor, las posibilidades poéticas) de la obra.

Empiezo por notar algo que solemos llamar la romantización (o idealización, hasta mistificación) de la experiencia, que en este caso se percibe tanto en lo que se elige contar (los momentos intensos seleccionados de la vida de Fito Páez) como en la forma en que se construye la experiencia estética (el tipo de planos, el uso de los sonidos y la música, la iluminación, el lenguaje actoral, etc). Tal vez la romantización de la experiencia no sea una creación del cine, tal vez el cine sólo reproduce y refuerza el modo en que funciona, en gran medida, nuestra memoria —nuestra mente, nuestra inteligencia. Recortamos, subrayamos, musicalizamos, coloreamos, hacemos de nuestro pasado una película de Hollywood. Estéticas embriagadoras, inundación emocional. ¿Habremos cambiado nuestras formas de recordar a partir del nacimiento del cine? ¿Habrá sido el cine una tecnología que llegó para expresar y cristalizar una manera en que nuestra memoria ya funcionaba?

No digo que la situación de Fito y Fabi en la pileta no haya sucedido realmente, lo que digo es que: 1. la serie elige esa situación sobre otras; y 2. la escena está construida de tal modo que, más que una memoria personal, la experiencia pasa a ser una memoria cinematográfica, es decir, colectiva. Ver el estereotipo de la rebelde, la situación pícara de los amantes que entran en lugares prohibidos como un cliché cinematográfico, saltar al agua con ropa (¡Fabi con tacos!), el plano de ellxs sumergidxs, la importancia del agua en general: la pileta, las bañeras, el mar.

La hipótesis es doble: la emoción generada por la serie se debe a lo que representa, pero también a su modo de representar. Aquí, una historia que sí o sí va a emocionar se combina con un formato expresivo que Netflix (nuestra sensibilidad Netflix) ya sabe que funciona. A nivel estético (político), la propuesta es un copy/paste de las formas de siempre. Ver, en el epsiodio 4, el montaje paralelo entre la muerte del padre en el presente y el acceso tan esperado de Fito al piano, en el pasado. ¿Cómo no llorar? En Argentina, la emoción tendrá que ver con la historia de Fito y el rock nacional; en el mundo, con el arquetipo del artista que hace su camino, el padre que es a la vez autoridad y madre, la tragedia y la resiliencia, el viaje a las zonas oscuras, el ascenso a la fama —figuras arquetípicas (filmadas de modo estereotipado) que generan una emoción fácil y segura que nos hace sentir, entre otras cosas, que somos parte de un colectivo. Estéticas para la tribu. La emoción es muy bienvenida, pero notemos cómo es generada.

Para mí ver la serie fue una experiencia contradictoria. Fito me gusta, su música me conmueve, me parece un artista impresionante… Pero ¿por qué así? ¿Por qué Netflix? La irrupción de Netflix en la producción local, ¿tiende a rescatar las experiencias locales o a transformarlas en un producto global? ¿Tal vez rescata, de lo local, aquello que pertenece a una sensibilidad global? Top 10 en el mundo, ¿cómo puede ser? Si lxs argentinxs nos conmovemos por lo que la serie representa en lo más concreto (la historia argentina, esas canciones que se hicieron un lugar en nuestro inconsciente, las múltiples figuras del rock nacional), ¿cómo es que la propuesta toca en otros lados? Justamente, porque esta historia está procesada de tal manera que se vuelve accesible a la sensibilidad humana en general —con sus pros y sus contras. Los pros y los contras de la estética global. Pro: un sentimiento de hermandad y de unidad, reconocemos que somos todxs parecidxs, tenemos las mismas heridas, celebramos la música del amor, y el amor por la música. Contra: esa hermandad implica funcionar en un nivel muy arquetípico de la sensibilidad/inteligencia; un nivel en el que somos iguales, un nivel que nos iguala. Ese imaginario (esa sensibilidad) que podemos llamar Hollywood (que no sólo opera en Hollywood) es un trazo que nos iguala, nos uniformiza, nos permite reconocer que venimos todxs del mismo mapa —pero, a la vez, sostiene e insiste con representar las escenas de ese viejo mapa.

Palabras del creador de la serie Juan Pablo Kolodziej: “Viendo la historia de Fito y viendo el arco dramático que tiene su historia, independientemente de quién es él como personaje y artista, me pareció que era una historia muy importante para contar.” Y: “Es una historia de superación, son esos cuentos que al público siempre le gustan.” Nótese el “independientemente”, casi como si la historia singular de Fito fuera secundaria. Al parecer no fue la empresa Netflix quien impuso un formato, sino que el mismo creador de la serie buscaba de entrada crear un producto que se adaptara al formato arquetípico, que esta plataforma, como otras, fomenta. El arquetípico es un nivel de trazo grueso, formas marcadas, comportamientos antiguos, una sensibilidad tribal de supervivencia. Para universalizar la propuesta, el relato es despojado de lo más singular, quedando a la vista, sobre todo, lo reconocible —de nuevo, tanto a nivel del contenido como de la forma. ¿Por qué eligen, a último momento, mostrar las imágenes explícitas del asesinato? ¿Era necesario? Si era necesario, ¿para qué era necesario? ¿Acaso están intentando marcar cómo todo eso (esa experiencia terrible) salía con Fito al escenario? ¿Acaso están subrayando la capacidad que tuvo el músico de procesar el dolor con su arte? Si fuera así, ¿era necesario marcarlo tanto? ¿Impulsos didácticos de espectacularización?

Pareciera que El amor después del amor cuenta la historia de Fito; por debajo, o por encima de esa historia singular, lo que la máquina Hollywood hace, más allá (“independientemente”) de los artistas específicos involucrados, y como si fuera una empresa inconsciente (una empresa del inconsciente, o para el inconsciente), es desplegar una vez más su (nuestro) mapa ancestral de emociones compartimentadas, conocidas, manejables. Es la historia de Fito, pero tratada como cualquier otra. El relato ¿no podría haber funcionado también con otras canciones? Lo que más me conmovía de la serie, sin embargo, eran las canciones.

Alguien comparó El amor después del amor con la película Rapsodia bohemia, la biopic sobre Freddie Mercury, de la cual lo que más me llamó la atención fueron los dientes que le hicieron al actor para que se pareciera a su personaje real. ¿Por qué damos tanto valor a los parecidos físicos entre los actores y las personas reales? ¿Será porque anhelamos sentir la ilusión de que estamos viendo las vidas reales de las personas reales? Entre los datos curiosos que circulan sobre nuestra serie, aparece la dedicación que se le dio a la fidelidad de los vestuarios y los decorados, la reconstrucción del living de la casa de Rosario. Me pregunto si, en general, en las producciones de época, no hay una sobrevaloración de la reconstrucción, de la representación fiel. Como si ahí, en la imagen, en la apariencia, en la representación estuviera lo importante. Las escenas están muy bien iluminadas, la cámara se mueve muy bien, pero ¿es eso lo importante? ¿Qué pasa con las sutilezas expresivas y vinculares? ¿No quedan aplastadas por el afán representativo y esteticista? La emoción sutil, aplastada por la emoción gruesa.

Nos emocionamos, por una idea. Nos emocionamos, porque entendemos. La emoción que surge del entendimiento, de la identificación (del personaje, de la situación), es una emoción que mueve, pero de un modo conocido. En ese sentido, es una emoción cómoda, una emoción de la que podemos hablar. Un movimiento que podemos agarrar. La emoción narrable es la que nos une en sociedad, la que genera tribu. Nos emocionamos de modos consensuados, y la emoción compartida tiene la función social de ligar. Ahora, también hay otros tipos de emoción: hay veces en que nos conmovemos sin saber muy bien por qué. Estos movimientos son más perturbadores, porque no se les puede adjudicar una causa concreta. Las estéticas más espectaculares tienden a ser perturbadoras sólo en un sentido reconocible, ordenado, efectista. La narración se organiza estratégicamente para producir el efecto buscado. ¿Cómo no llorar? Cuando el padre de Fito muere, no lloramos tanto (o solamente) por el hecho narrado, sin por cómo está narrado. La emoción es un problema estético y por lo tanto político. La emoción política es la que genera consenso. El público es dirigido por un gobierno narrativo que le va indicando el recorrido emocional. Los narradores ya saben lo que tenemos que sentir, construyen su causa con pericia para lograr en nosotrxs, espectadores aquietados, la consecuencia necesaria del producto comercial. Rancière, a este tipo de experiencia didáctica, le llama “embrutecimiento”. (Para profundizar en el tema del aquietamiento/inquietud del espectador, te invito a escuchar el primer episodio de mi podcast El Espectador Inquieto).

Entonces, podemos pensar que la experiencia tiene 3 niveles:
1. La representación de la historia específica.
2. La representación de la historia arquetípica.
3. La representación de una forma —una estética, una política de lo sensible.

Podemos pensar que los grandes éxitos se logran mediante un empate de las tres esferas, que pasan a ser una sola. La forma en que se articula el relato (3: lo que podemos llamar la dimensión estética) es el puente que hace que la historia específica (1: Fito) se haga una con la historia arquetípica (2: el Artista, la Estrella de Rock, el símbolo popular, el viaje de renacimiento). Eso es lo que aprendió a hacer muy bien Hollywood, a usar historias singulares para contar historias arquetípicas. Ver La corona, ver Nace una estrella.

Es esperable que una serie sobre la vida de una estrella de rock tenga un significado colectivo, como si fuera una expresión del viaje del psiquismo colectivo. No digamos que el estreno de una serie sobre la vida de una estrella (símbolo) del rock nacional equivale a ganar el mundial de fútbol, pero tampoco está tan lejos. Justamente, la canción elegida para el opening de la serie es una que fue usada en el fútbol: “Y dale alegría a mi corazón / Lo único que te pido es salir campeón.” El rock nacional es parte de la identidad nacional, la imagen que forjamos como colectivo. Fito Páez, además del nombre de un ser humano, es el nombre de una figura del psiquismo colectivo, al menos del argentino. ¿Podemos decir que la serie representa más al personaje (la figura pública) que al ser humano? Tal vez podemos decir que, a lo sumo, la serie representa la relación del ser humano con el personaje: la ficción Fito —memorias personales: el devenir ficción de uno mismo. La serie está basada en sus propias memorias, y ¿qué son las memorias personales sino una ficción que la persona construye sobre su propia vida? La serie sería una ficción de otra ficción, un recorte de otro recorte. Seguramente haya en las memorias de Fito muchos detalles que la serie decidió no incluir. Reconocer el descarte es sumamente importante. Una vida no se cuenta en 8 episodios de Netflix.

Me pregunto por el género: biopic. Me pregunto por el valor que damos a las historias de vida, las biografías. Me pregunto por los modos en que recortamos la experiencia para construir relatos de oren mítico. Quisiera leer Infancia y juventud, el libro de Páez en que se basó la serie, poder ver qué se recortó de ese auto-recorte. La autobiografía ya es un recorte; el punto es cómo recortamos, y si somos conscientes de cómo recortamos. En Infancia y Juventud, las novelas autobiográficas de Coetzee, el escritor hace un gesto importante: escribe en tercera persona. Más allá de cuánto pueda un narrador en tercera persona introducirse (pretender introducirse) en la interioridad de su personaje (de su objeto de observación), el gesto sintáctico de contar la historia propia en tercera ya implica, de partida, al menos el intento de verse a uno mismo como a un otro. Vernos como otros es lo opuesto a la narración subjetiva cinematográfica que pretende definir (sellar) la realidad de lo que nos ocurre por dentro. Cuando vemos El amor después del amor, tenemos la ilusión de por un momento estar en los zapatos de la estrella. Objetivo: la identificación: nos reconocemos en el otro, pero así hacemos de la otredad del otro una idea controlable —resolvemos el misterio.

Lo que siempre me fascinó de Madame Bobary (la novela de Flaubert) es cómo el narrador (en tercera persona) está todo el tiempo acercándose y alejándose de su personaje-objeto Emma. Como si buscara identificarse con ella, empatizar, y a la vez tomar distancia. En un momento describe sus sensaciones y pensamientos, al momento siguiente la ve de lejos, parcialmente, en una esquina del pueblo. Como si, cuando creemos que podemos entenderla, ella se nos escapara. Como si la historia de los amores clandestinos (furtivos) de Emma sirviera a un propósito estético (filosófico, perceptivo) más de base: el de revelar la imposibilidad de conocernos del todo. Esta serie no hace eso, diría en ningún momento: siempre vemos a Fito desde Fito, como si todas las otras perspectivas hubieran sido canceladas, como si pudiéramos entenderlo todo, como si la primera persona se impusiera de un modo totalizador.

Cuando contamos nuestra historia, damos la verdad de nuestra perspectiva, no la verdad en sí. En un relato escrito es más fácil recordarlo; el cine, en cambio, muestra la experiencia subjetiva como si fuera una realidad tangible —digamos, objetiva. Y hace de esa realidad tangible un medio para expresar un supuesto universo interior. De eso hablamos básicamente cuando nos referimos a la romantización/idealización de la experiencia: el cuerpo de la vida es transformado en una idea: más que vida, vemos ideas. La experiencia idealizada es la vida entendida, intelectualizada. Como decíamos antes, nos emocionamos, pero por una idea, por una fantasía. La emoción (el movimiento) deviene concepto. Los momentos más interesantes de la serie son esos instantes fugaces en que al actor principal (Iván Hochman), y a algunxs otrxs, se les permite flotar en una zona de ambigüedad inaprehensible. Pero esos momentos pasan, veloces, como si hubiera una urgencia por decir otra cosa, una cosa: contar el cuento.

La expresividad de Iván Hochman no es sólo valiosa porque represente a la de Fito Páez.
El cuerpo de los actores no es importante solamente por lo que narran o imitan.

La serie está estéticamente organizada como si fuera un relato en primera persona. Lo único que le falta (y por suerte se ahorró) es la voz en off. Tenemos latidos de corazón, tenemos abundancia de primeros planos, muchos hiper-cercanos, tenemos sonorización y musicalización subjetivizante, tenemos cámaras que se acercan a situaciones a las que el personaje se acerca, como si nos hicieran ver lo que él ve, tenemos muchos planos con sol de frente y luces de frente y fondos brumosos que nos dan la impresión de que todo es un sueño, una especie de bruma subjetiva, una película interior; tenemos, y es lo más contundente, muy pocos momentos en que Fito/Hochman no esté en pantalla. Alguien me dijo: me cansan las historias del artista ensimismado. La serie hace uso de ese estereotipo del artista ensimismado. Aunque por el final un productor valora el hecho de que él mira a los ojos, y aunque el personaje (el actor) despliega una gran ternura, en el fondo este Fito de ficción no parece escuchar mucho a los otros. Está bien que se trata de la historia de un niño/adolescente/joven —además, uno bastante rebelde que, desde su lenguaje corporal, cuidadosamente trabajado en la representación, nos habla de una no-adaptación temblorosa a la forma social—, pero ¿no está un poco remarcada y absolutizada esa cualidad adolescente? ¿No está el personaje toda la serie en un solo color?

Claramente, Fito Páez es mucho más inteligente, filoso y sagaz que lo que muestra esta composición ficticia, que parece haber hecho foco en la cualidad acuosa del personaje. El recorte del recorte no lo ha favorecido: lo que vemos, por ocho episodios, es un adolescente tambaleante, ebrio, tremendamente talentoso y con una sensibilidad descomunal, naturalmente egocéntrico; pero no vemos mucho más que eso; como si, en los 15 años que pasan entre las primeras escenas de los tiempos de dictadura y el concierto de Vélez, ese ser humano hubiera estado sonando en una sola nota, un solo tono. Por darle tanta importancia a la representación de la idea del artista ensimismado que sufre la tensión entre su sensibilidad profunda y las formas duras de la sociedad, el personaje pierde mucha complejidad. La singularidad de un ser humano corre el riesgo de transformarse en la simplificación de una caricatura —la singularidad deviene estereotipo. No que no tengamos mucho de estereotipo en nuestras vidas “reales”, la pregunta es qué hace el cine con eso. Está bien que la ficción es un recorte, no se puede meter todo; pero tampoco hace falta meter todo, sutileza no es cantidad. Y recorte no significa necesariamente simplificación; el recorte puede potenciar la complejidad de una experiencia —para eso, en principio, el recorte necesita asumirse como tal, necesita asumir su descarte.

Por su parte, Fabiana Cantilo parece haberse quejado de que la retrataron casi solamente como la corista de Fito y Charly, siendo que ella era compositora y tenía su propia carrera musical. Hay una escena en la que Fabi está tocando en un pequeño concierto, y justamente, lo que vemos es a un Fito ensimismado, que no le presta atención, y escucha su propia música en el walkman. Se saca los auriculares para aplaudir. En un momento ella le recrimina que él está siempre con sus rollos. El personaje lo ve, pero la serie no. Como si la narración no permitiera a su propio personaje ser más complejo que lo que ella puede controlar. Como si la serie no dejara que se cuente más que lo que ella quiere contar. Aunque sea, Fabi podría alegrarse de que la actuación de Micaela Riera es una de las mejores cosas de la producción —y no porque haga bien (imite bien) al personaje real, sino porque, al hacerlo, está muy viva, vibrante..

Hay varios momentos en que FP expresa su egocentrismo, pero la serie, por decisión estética, nos deja atorados en ese egocentrismo. No se muestra nada de la carrera de Fabi, y de la de Charly sólo se muestra lo que incluye a nuestro protagonista. La queja de Cantilo me parece legítima. La serie está muy ocupada por representar el ensimismamiento de su genio, su dolor, su talento, su capacidad de atravesar la tormenta. Pero la serie se trata de eso, podríamos responder, es la historia de Fito, no de Fabi, no de Charly. La pregunta entonces sería si una historia personal en el fondo no es sino un filamento más de una historia colectiva. Aquí, para conectar con una sensibilidad claramente colectiva (global), la narración se enfoca obsesivamente en su personaje central, casi como si lo demás fuera decorado. El arquetipo del centro. Puede ser (no lo sé) que Fito mismo cuente en sus memorias que así de auto-centrado era él en aquellos tiempos; en tal caso la pregunta sería por qué la serie elige representar esa idea que la persona Fito se hizo sobre sí mismo, sobre su historia, sobre su personaje. Un personaje y una estética narrativa totalmente centrados en el yo, en el héroe, que sólo nos deja ver a los otros en tanto fondo o función-acompañante de su propia trayectoria. Si la relación con Fabi tiene bastante lugar, la vemos siempre desde él. Véase el pasaje veloz por lo que entendí sería el Parakultural y el poquísimo espacio que se les da a lo que entiendo eran Barea, Urdapilleta y Tortonese. Véase también la síntesis brutal (cinematográfica, funcional) que se hace del personaje de (y la relación con) Cecilia Roth, personaje que queda retratado, por falta de espacio, casi que como una frívola.

En la película The end of the tour, sobre el escritor David Foster Wallace, tenemos un dispositivo narrativo diferente para acercarnos a la figura estudiada: entramos al personaje no a través de sus propias memorias, sino a través de otro personaje, un periodista que busca investigar a Foster Wallace. Esto favorece la distancia de la tercera persona, el respeto por el misterio del otro. Algo que me sorprendió de esa película tal vez sea una tontería, pero una tontería enorme: el actor que eligieron para representar al escritor es menos “lindo” que el escritor. En general los actores que representan personas reales son más bonitos —digamos, más socialmente bonitos. Y las personas reales nos quedan en la memoria con el rostro de las estrellas. ¿Por qué?

En Ciudadano Kane (el clásico de Orson Wells) hay un dispositivo parecido, también con un periodista que busca reconstruir la vida del magnate después de su muerte. El problema con Kane es que, más que reconstruir una vida, lo que buscan es encontrar una clave que explique esa vida; y sí, hay una clave: la película encuentra la respuesta final que soluciona todo. Más allá de los logros formales y las innovaciones estéticas, Ciudadano Kane no deja de quedar atrapada en una estructura policial: el misterio es resuelto, es decir, apagado. En ese sentido, se parece a nuestra serie, que no deja de establecer paralelos entre las situaciones que vive Fito de adulto con situaciones que vivió de niño. Un viejo problema del cine: el flashback explicativo, la infancia como atajo emocional. Paralelos insistentes: Fabi y la niñera, la muerte del padre y la apertura del piano, internación de Fabi y enfermedad de la madre, etc. No digo que no haya una relación importante entre lo que vivimos de niñxs y lo que podemos vivir de adultxs, lo que digo es que establecer esas relaciones me parece más un trabajo de la terapia que del arte; claro que el arte, ese gesto hiper-inclusivo que llamamos arte, puede (y sabe) tratar el tema de cómo las experiencias de infancia nos marcan para siempre —y bienvenido que lo haga. El punto es cuánto queda la experiencia artística (la ficción) capturada o monopolizada por esa comprensión de orden terapéutico. El arte también tiene su función terapéutica, pero la terapéutica no es la única función del arte. Ésta, como muchas otras ficciones audiovisuales, queda, a mi juicio, muy condicionada por esa función; y me pregunto si no es en parte ese predominio de la comprensión terapéutica de la experiencia lo que vuelve a estas obras tan populares. (Para más sobre el monopolio del efecto terapéutico en el cine, ver mi artículo sobre La Ballena.)

Más allá de todo, está la celebración. En un nivel, El amor después del amor es una gran celebración, parte de la celebración por los 30 años del disco. En relación a eso no tengo nada que decir; es más, me sumo a la celebración. Celebro que celebremos. Celebro que celebremos esta música, el amor, el arte, las vidas de los artistas. Lo que me pregunto es por la forma específica de la celebración, las implicancias de esa forma, la política implicada en una estética. No creo que tengamos que dejar de celebrar para preguntarnos por las formas en que estamos celebrando. Una obra no sólo habla por lo que representa. La forma habla tanto o más que el contenido. Está bueno divertirnos, pero ¿qué nos estamos metiendo en el cuerpo? Está bueno sentir amor, pero ¿cuántas pastillas nos tomamos para sentirlo? Observar los modos en que celebramos también es parte de la celebración. No tengo un problema personal con Netflix, pero el problema de Netflix es que, para celebrar, tiene un manual. Un manual para celebrar. Todas sus fiestas se parecen —diría que demasiado, sospechosamente demasiado. Y es importante notarlo. La estética Netflix/Hollywood (no privativa de la empresa Netflix ni de los estudios de Hollywood) es específica. Hay un modo específico de narrar y procesar/construir la experiencia —un modo de recordar, de crear memoria— que genera, a su vez, un modo específico de conmovernos. No necesitamos dejar de celebrar el fútbol para reconocer que mucho del valor que extraemos de la experiencia fútbol tiene que ver con la identidad, la pertenencia, la competencia, el antagonismo. Hay un borde entre el juego y el fanatismo. Una cosa es el amor de Jesús, otra es la Guerra Santa.

Madonna como Evita

Pienso en cuando Madonna vino a Argentina a representar a Evita en la película de Alan Parker. En las paredes de Buenos Aires los grafitis gritaban: “Madonna go home”. ¿Cómo podía ser que un ícono de la cultura pop norteamericana representara a Eva, la líder/símbolo popular? ¿No era lógico el rechazo? Pop/Popular: tal vez, en algún nivel, no había tanta distancia entre las dos figuras. Tal vez el rechazo a Madonna tuviera en parte que ver con que ella representando a Evita nos recordaba que la líder del pueblo tenía algo de pop star (no olvidemos que Eva era actriz) y que la política tiene algo (bastante) de teatro. La política, como un problema estético. Como sea, me pregunto, ¿por qué hoy ningún fan de Fito pinta las paredes con un “Netflix, go home”? Para responder a esa pregunta, tendríamos que preguntarnos cuál es el home (el hogar) de Netflix. Como decíamos más arriba, la idea de hacer de la historia de Fito un cuento global no vino de Netflix. ¿No está Netflix también adentro nuestro? ¿No es esa sensibilidad (esa estética) parte de nuestro inconsciente colectivo? Además, fue el propio FP quien produjo la serie, y entiendo que se puso a escribir sus memorias después de que le propusieron hacer la serie. Además, Netflix, con todas sus contradicciones, está dándole de comer a muchos artistas. ¡Eso no es poca cosa! ¡No es poca cosa que un montón de actores y cineastas y técnicos argentinxs puedan comer por filmar! Eso, en algún nivel, lo celebro.

Lo que me pregunto es por el equilibrio entre pros y contras. Tal vez sin Netflix esta serie no podría haberse hecho, sí, pero igual podemos preguntarnos cómo habría sido de no ser parte de esa empresa, con todas las condiciones que pone a sus producciones, el tipo de narración y el tipo de imagen que pide. Como veíamos, tal vez fue la serie, el proyecto mismo, su destino, quien pedía Netflix. ¿Será entonces que Netflix vino a servir de excusa a una estética que no necesariamente surge de Netflix? O también: ¿Por qué una maquinaria estética extranjera (internacional) tiene que venir a representar una historia tan argentina? ¿Será que la historia no es tan (o solamente) argentina? ¿Será que lo que hace Netflix (sea lo que sea que Netflix sea) es reconocer lo universal en lo particular? ¿Por qué la empresa Netflix acepta producir la historia de FP y no otra? ¿Será que la historia de Fito (su sensibilidad oceánica, su destino de estrella, la historia de tragedia y éxito, de luz y oscuridad) era ideal para un producto global arquetípico? La música no se detiene en las fronteras, es fácil emocionarse con A star is born, vivas donde vivas y hables el idioma que hables; te guste o no Queen, no es difícil emocionarse con la Rapsodia. De cualquier manera, me encantaría ver una versión de las memorias de Fito hecha con muy bajo presupuesto y actores muy poco parecidos —digamos, con poco deseo de representar, de repetir recuerdos ya recordados, y con más espacio (menos compromisos comerciales) para recrear, para investigar, para descubrir. ¿De qué otras maneras podría haberse contado la historia de Páez? ¿No es legítimo, o interesante, hacernos esa pregunta?

Los fenómenos culturales son complejos. La emoción colectiva genera una suerte de humedad (por no decir, de embriaguez) que dificulta la percepción de valor artístico —de sutileza. ¿Cuánta sutileza podemos permitirnos si pretendemos narrar 30 años en 8 episodios? La sutileza (digamos: el detalle que no sabemos bien qué significa) es enemiga del apuro narrativo comercial. No olvidemos que Netflix es primero que nada un negocio, que toma sus decisiones MUY en función del rédito económico. Era obvio que esta historia, como dicen por ahí, iba a “funcionar.” Todo bien con el dinero, todo bien con ganar dinero por crear arte, sólo podemos preguntarnos por lo que le sucede a ese arte cuando es parte de las estructuras del mercado. La búsqueda del rédito económico (o de llegada y masividad) es una urgencia que, en principio (digamos, arquetípicamente) está en conflicto con ese afán de encontrar sutileza que llamamos “arte”. Es difícil que la presión generada por el mercado no apague la vitalidad y la complejidad de una investigación artística. El arte es investigación más que producto. Todavía me pregunto cómo Netflix financió tres temporadas de Easy (la serie de Joe Swanberg); no me pregunto para nada por qué la dio de baja —fueron claros, no vendía.

¿Qué es la sutileza? Sutileza significa complejidad, contradicciones, signos que no se dejan codificar, gestos que no representan emociones reconocibles, detalles que no aportan a lo que creíamos se estaba construyendo, imágenes que se rehúsan a funcionar como metáforas del mundo interno de los personajes, multiplicidad emocional, volumen, incapacidad de definir de modo simplificador, incapacidad de agarrar, dinamismo. La sutileza (la complejidad) suele ser muy desplazada en las producciones más comerciales, que necesitan mensajes lineales y claros, fácilmente digeribles, que garanticen un valor de cambio a gran escala. Claro que hay producciones que, por la razón (o por el misterio) que sea, logran sostener su nivel comercial y a la vez desplegar grandes sutilezas. Un ejemplo de esto podría ser Succession, la serie de HBO. Es cierto que, aún con mucha sutileza (ver todas las escenas entre Tom y Shiv, por ejemplo), también es una serie apurada, urgida —basta reconocer los pocos momentos de descanso que se da la narración. Aunque sea como un juego idealista, podríamos preguntarnos si Succession no podría ir mucho más profundo si no estuviera encorsetada por la necesidad de entretener y sostener un ritmo alto de acción y estímulo —la fascinación de lo vertiginoso (adrenalina style) tanto en los personajes (Kendall como el cocainómano que anhela sentirse poderoso) como en la forma (el uso excesivo de los zooms).

Matthew Macfadyen y Sarah Snook en «Succession»

En fin, ojalá haya podido transmitir algo de la complejidad del fenómeno, lo contradictorio de mi experiencia, la tensión que percibo entre lo hermoso de la alegría generada por un fenómeno de celebración colectiva (amor, música, vida), por un lado, y la estandarización anestesiante de un producto narrativo comercial como forma de vehiculizar esa celebración, por el otro. Celebro que haya tanta gente contenta con la serie a la vez que me pregunto por la naturaleza de esa alegría. ¿De qué nos alegramos? ¿Necesitamos, para alegrarnos, lo que creemos necesitar? Es cierto que el alcohol nos puede ablandar y ayudar a celebrar la vida y el amor, pero no necesitamos embriagarnos para celebrar la vida y el amor. El alcohol ablanda, pero también adormece. Como sea, estos días no paro de cantar a Fito.

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Y te recomiendo este artículo sobre la reducción que la serie hace de las canciones de Fito a su significado biográfico: Matando canciones a garrotazos, de José Miccio.

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