(Mayo 2023) – Por Jada Sirkin
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Nota: en el CLUB INQUIETO hay un link para ver esta película online
Una versión corregida de este texto se encuentra en el libro El espectador inquieto
Sólo en tanto fenómeno estético puede justificarse la existencia del mundo.
Friederich Nietzsche
Mientras veía por primera vez Los humanos (The humans, 2021, Stephen Karam), pensé: esta película está cambiando mi vida. ¿Por qué? Porque me está mostrando lo que puede el cine; me está conmoviendo con la demostración, elegante y sorprendente, de la imposibilidad de separar forma y contenido.
En la estética llamada clásica, las decisiones sobre dónde se ubica la cámara (la mirada) son funcionales a las ideas que se quieren transmitir; el criterio de organización es la pregunta: ¿cómo contamos mejor esta historia? La distancia de la cámara, el encuadre, la expresividad de los actores, el sonido y el color se organizan para expresar nociones abstractas anteriores y consideradas lo más importante: lo sensible se pone al servicio de lo mental, la expresión al servicio del mensaje, el cómo funcional al qué.
El cine llamado moderno, por su parte,podría definirse como aquel que emancipó a sus formas de los contenidos representados —sería un cine algo más liberado de la necesidad de representación, de transmisión de mensajes y de codificación expresiva apuntada a la legibilidad de los contenidos. El cine moderno mostró que la forma puede hablar, el cuerpo no sólo expresa a la mente, la cámara no sólo está para seguir al personaje o ilustrar una idea, la vitalidad del gesto actoral puede estar organizada no solamente por las necesidades narrativas —el cuerpo dice.
No sé si es moderna, pero, claramente, Los humanos no trabaja con una estética clásica: aquí, en principio, pareciera no haber una forma al servicio de un contenido, la danza de los encuadres dice tanto como la situación narrada —más bien, dicen juntos. La apuesta formal es tan precisa que se vuelve preciosa —relevante. La forma deja de estar separada y al servicio del tema, y pasa a ser ella misma el tema. Tema, en sentido musical: tema como forma. El qué y el cómo se vuelven indistinguibles.
Aunque el poster dice que la película es un retrato de la familia americana, y aunque en las entrevistas con el director y el elenco lo que más suele mencionarse es el tema de los vínculos familiares, la película no trata sólo de los vínculos familiares —a lo sumo, podríamos decir que trata de los vínculos familiares, pero en tanto problema estético (Ver El vínculo como un problema estético). La forma de mirar tiene tanta relevancia y está tan entretejida con lo mirado/narrado que hablar de lo narrado (esa reunión familiar) sin hablar de cómo se mueve la cámara resulta una simplificación demasiado grande.
Entré a la película con prejuicios. Al ver el trailer, me había armado la imagen de una propuesta burlona, ácida, hasta cínica. Celebré mi equivocación. El momento en que entendí que la película no era cínica tiene lugar al inicio: Erik (Richard Jenkins) quiere encontrar señal para su celular y su hija Brigid (Beanie Feldstein) le dice que se acerque a la ventana; el padre se acerca, y ella le dice que tiene que pegarse más al vidrio. Lo vemos todo en un plano abierto, ella de espaldas, contra el marco de una arcada; él en el fondo. Todo me indicaba que se trataba de un momento coreográfico filosamente maquetado por una mirada de dirección cautelosa, hasta fría —la frialdad (¿sequedad?) con que la hija le dice al padre que se acerque a la ventana, no verle a ella la cara, la impasibilidad de una cámara estática y distante, la ridiculez de la situación, todo eso parecía apuntar a construir una especie de escena desafectada e ingeniosa. Pero el momento se interrumpe, cambio de plano, la madre Deirdre (Jayne Houdyshell) se asusta con una silla que se recuesta violentamente —ella se ríe, y se ríen.
La comedia no se queda atorada en la mirada distante de la dirección, la comedia baja a los cuerpos; lejos del cinismo o la apatía expresiva de los personajes/actores de muchas películas que apuestan fuertemente a la forma, estos cuerpos (tan humanos) están cargados de vitalidad, de ternura, de espacio para el juego —movilidad tonal, discrepancia emocional.
Me pregunto si las propuestas más decididamente plásticas necesitan controlar la composición a un nivel que no pueden permitirse la variabilidad ingobernable que produce el cuerpo naturalmente irreverente del actor. Alfred Hitchcock es un caso paradigmático que muestra cómo la neutralización expresiva del actor facilita la manipulación formal de la narración. Hitchcock era explícito en su necesidad de que los actores neutralizaran (vaciaran, limpiaran) su expresión para que él pudiera montar los planos y construir sus sentidos narrativos. En su libro Las películas de John Cassavetes,Ray Carney dice: “La actuación revela energías que la historia no puede controlar.” ¿Es un problema de control? Cuando la dirección quiere decir cosas precisas, o generar efectos muy precisos, la actuación necesita codificarse al punto de que cada gesto pueda significar una idea. La hipótesis aquí sería que cierto cinismo y cierta apatía muchas veces funcionan como excusas narrativas para controlar la expresividad actoral y, así, controlar el sentido de la experiencia narrativa.
Lejos de ese distanciamiento cínico funcional al efecto narrativo, en Los humanos los personajes están llenos de calidez —calor es movimiento, vibración, ganas de jugar, espacio para decidir no dramatizar. El drama no llega a pesar tanto, pero no porque la película sea una comedia burlona que se impone sobre los actores; son los actores/personajes los que viven con comedia. La película tiene una extraña capacidad de corroborar las posibilidades alquímicas de la ligereza. Después de una crítica, llega un abrazo. Después de un abrazo, acontece una ironía. Los tonos no dejan de mutar, las escenas no se instalan en un estado de ánimo reconocible. Hay algo que no se deja agarrar —identificar. La mirada asume y respeta el misterio de los humanos.
En Los humanos, la apuesta plástica (la coreografía de los planos, los ángulos, las distancias de la cámara, los cortes, las perspectivas, las voces, la atención en los detalles, etc) parece revelar dimensiones únicas de la comedia humana —dimensiones que no podrían revelarse con una forma clásica. Aquí, la comedia humana no es una imposición inteligente de una mirada que se mantiene distante, sino el juego de los actores/personajes —seres humanos que juegan como modo de habitar un mundo desafiante. La dirección no impone su juego a la actuación, digamos que juegan juntas. Como en una danza curiosa. Las cosas que me preocupaban, dice la abuela Momo (June Squibb) en su mail, no eran para tanto. El desempleo, los problemas de salud, el trauma de las Torres, todo tiene su lugar, pero nada se subraya —no hay melodrama (fijación de posiciones, fijación del bien y el mal), no hay sentimentalismo (aniquilación de ambigüedad), porque todo tiene su revés, todo goza del derecho a la ambivalencia, los detalles que se observan (tal vez a excepción de las paredes hinchadas, más fácilmente asociables al terror/trauma de Erik) no están tan agarrados de los sentidos narrativos —es como si los significados de la ficción no estuvieran prefijados. ¿Por qué Deirdre da vuelta ese cuadro? ¿Por qué la pluma en la ventana? Claro que la mente del espectador puede (y posiblemente va a tender a) crear lazos, generar significados, entendimientos; pero, si observamos la película, tenemos que reconocer que esos significados no están servidos en bandeja. La película nos deja espacio para mover significados, hay mucho que nunca sabremos.
Por el inicio hay un momento elocuente: Brigid está momentáneamente desconsolada; su pareja Rich (Steven Yeun) se acerca a ella, la abraza de costado, no sabemos si la está consolando, la cámara está lejos, parece un momento profundo, solemne, poético, y de repente él le dice algo al oído, un chiste, ella se ríe. Otra vez, la risa (la de los actores/personajes, no la de la dirección) desestabiliza el momento dramático. Nada llega a ser un drama porque las fijaciones se desplazan —todo está en movimiento; incluso la abuela, que parece perdida para siempre, nos regala su momento de “presencia” cuando bendicen la comida. Lejos del desencanto fijador y cómodo en que muchos cineastas parecen caer al acercarse a estos universos de familias gastadas y paredes inflamadas por la humedad, aquí el espíritu de los actores/personajes nos recuerda que, aún en este escenario de luces que fallan, y cuerpos que fallan, y de ruidos ensordecedores de lavandería y de nieve encantadora que resulta ser ceniza de vecino, se puede jugar. Y jugar, como nos muestran esta familia picarona y esta cámara curiosa que se deleita en el detalle de una pluma trabada en la ventana, no es más que coreografiar desplazamientos de oxigenación como respuesta a una vida (a una estética social) que parece invitarnos, una y otra vez, a la trampa del sentimentalismo apático.
Si bien está todo dado para desplegar una vez más el mantel inexpresivo del desencanto y el cinismo (y de la burla con que la mirada suele distanciarse del drama, poniéndose por encima de las situaciones), lo que en cada desvío de la escena arquetípica vuelve a reinar es la ternura, el cariño, las ganas de divertirse. La situación de los personajes, los problemas económicos, las enfermedades, los abandonos, los intestinos trabados de Aimee (Amy Schumer), los resentimientos entre los miembros de la familia, los prejuicios —todas esas situaciones conflictivas no anulan el espacio para la vibración lúdica y pícara del amor —de la realidad. La depresión de Rich, aunque produzca un revoleo de ojos por parte de su suegra, es cosa del pasado. Los roces de las dos parejas no se imponen para absolutizar un relato reconocible sobre lo gastado de las relaciones. Hay agresividad (más o menos pasiva, más o menos explícita), pero a la vez se aman, y se dan cuenta, y lo celebran.
Hay decisiones estéticas que son decisiones políticas —por no decir que toda decisión estética es una decisión política: las formas en que miramos definen los modos en que nos relacionamos. Nuestras estéticas (nuestras sensibilidades) definen nuestras éticas. Cuando una estética (una sensibilidad) más melodramática tendería a acercar la cámara al rostro de quien sufre, para remarcar ese sufrimiento y potenciar el drama, aquí la mirada tiende a tomar distancia, sobre todo en los momentos más dramáticos. Hay una ética del mirar. La mirada de Los humanos decide no hacer primeros planos en los momentos difíciles, como cuando Aimee llora en el pasillo, con su padre, y la cámara se queda lejos, viendo parcialmente a través de los marcos de la puerta. Cuando Aimee habla con la ex, al principio su rostro está tapado. Cuando Erik cuenta finalmente que se quedó sin su trabajo, la cámara se aleja para ocultarlo detrás de la pared. Muchas conversaciones suceden en off, lo cual ya es raro para la estética más común, o clásica, en la que la mirada está fundamentalmente al servicio del argumento. En Los humanos hay poco plano/contraplano, que, como propone Gilberto Pérez en El fantasma material, tal vez sea el dispositivo más generador de la inmersión del espectador en la escena: cuando miramos hacia un lado y después miramos hacia el otro (cuando un plano nos muestra un ángulo y después otro plano nos muestra el ángulo opuesto), perdemos la distancia (más teatral) que nos da el sólo mirar hacia un lado. El contra-plano nos mete en la escena. Nos enseña todas las reacciones, nos priva de las espaldas. Aquí hay poco de eso. Si bien la cámara va y viene por todos lados, en muchas escenas se queda sólo de un lado de la situación, y eso colabora con que el espectador quede lejos, algo afuera.
Suceden cosas y, de repente, la cámara se aleja, y entonces vemos, por ejemplo, unas piernas que terminan de subir las escaleras. La cámara tiene su propia agenda, por momentos acompaña a los personajes, por momentos no. En las observaciones de Erik (el pasillo, la nieve/ceniza, las paredes), por momentos la cámara se identifica con su mirada, y por momentos no; como si fuera al revés, como si fuera el personaje el que, por momentos, presta atención como la cámara, a los detalles, a las texturas. Como si fuera el personaje el que se identifica con la cámara. Como si, al revés que en una estética clásica en que la mirada sigue al personaje, aquí, al menos por momentos, el personaje siguiera a la mirada —no la suya sino de la película. En algún nivel es como si el texto dramático y la cámara operaran en géneros diferentes, como si los planos no se correspondieran del todo con lo que sucede en las escenas; hasta que de pronto sí, y en algunos momentos, por exabruptos, eso que la cámara parece estar haciendo (insistiendo, acumulando) irrumpe en los cuerpos, como signos que vienen de algún lado: el espacio, los detalles, los ruidos, los sustos.
Erik cuenta su sueño de la mujer con piel en el rostro, la cámara se viene acercando muy lentamente hacia él, como acumulando algo; de pronto, suena un golpe y él se asusta, pero en seguida menciona lo perfecto del timing, lo justo que fue que ese golpe sucediera en ese momento de su relato —para nosotros, también lo justo de haber llegado con la cámara hasta un plano cercano para el momento del susto: de nuevo, casi como si el acercamiento de la cámara, tan lento, tan gradual, tan paciente, pidiera, al final, su merecido: después de tamaño acercamiento, algo debe ocurrir; aunque sea un susto injustificado. Ya habíamos sido advertidos de que había una señora ruidosa en el piso de arriba. Por eso el susto no dura. Los terrores, aquí, son parte de lo cotidiano. Cuando se sobresaltan por otro ruido, Brigid explica que es la máquina de la lavandería. No hay por qué asustarse, pero el terror está presente, como si la película apuntara a un terror básico, estético, perceptivo, que sólo en parte tiene que ver con la historia de los personajes.
Erik le habla a Rich del túnel por el que la mujer de su sueño lo quería llevar. Rich le sugiere que, si vuelve a soñar con eso, se meta en el túnel. Vemos una especie de agujero en un líquido. La nuca de Erik. No vemos a Rich cuando explica la idea de que el psiquismo humano tiene ciertos escenarios primitivos, como el bosque, el túnel, el océano, y que una persona hace 200.000 tal vez cerraba los ojos y veía esos mismos escenarios que ve alguien hoy. Pum, suena algo. Erik se sobresalta, la voz de Rich enseguida explica que es un compactador de basura. El terror vuelve a tener una explicación cotidiana, pero eso no quiere decir que no impacte. Luego, de pronto, una aceleración de cortes, planos que duran muy poco en comparación con lo que vienen durando los planos de la película, sonidos que marcan el corte, ¿una imagen de la Tierra vista desde el espacio? Brigid y Rich suben las escaleras, salen a la terraza, imagen de la ciudad, el atardecer, los humanos, miles de humanos, New York. Cuando la cosa estalla, Momo se pone a gritar: vienen por todos lados. ¿Quiénes vienen? ¿Está recordando algo de su pasado personal? ¿Del pasado de la humanidad? En los créditos finales suena Einstein on the beach: knee play 5, de Philip Glass, y una voz dice: es una historia familiar, una historia vieja, y sin embargo nueva.
A diferencia de lo que sucede por ejemplo en La ballena (2022, Darren Aronofsky), en donde la cámara se acerca para remarcar el drama (ver los acercamientos cuando Brendan Fraser come desaforadamente, ver la escena en que se acuesta y el foco de luz se sacude), aquí la cámara tiende a alejarse de lo dramático; además, las situaciones se distraen. El drama, sin ser evitado ni superado, tiende a ser disipado, más bien complejizado. Cuando sucede la discusión por la carrera musical de Brigid, una luz en la escalera falla y la atención se bifurca; Erik quiere continuar la conversación, pero Brigid se empieza a ocupar de la luz y se distrae. Entonces, Deirdre se burla de Erik, diciendo que es la mujer sin rostro de los sueños de él la que está cortando las luces de la casa. Deirdre se ilumina la cara con la linterna, desde abajo, como parodiando una imagen de película de terror. Brigid se suma a la broma a Erik, y eso le da pie a él para abrazarla. Esa “distracción” por la luz termina permitiendo que la conversación difícil y la pelea Brigid-Erik encuentre una reconciliación veloz.
Esos diálogos veloces entre peleas y amigamientos suceden todo el tiempo, como si la película también tratara de eso: resiliencia, reconciliación, pero no como un logro narrativo final y espectacular (como sucede en La ballena, y en tantas otras), sino como una capacidad vincular, estética, que está presente todo el tiempo. A diferencia de muchas otras narraciones más lineales, en que los personajes cerrados finalmente se abren (ver la hija en La ballena), aquí tenemos un diálogo más complejo (diría, más real) entre las fuerzas de cierre y apertura. La narrativa más clásica (Aristóteles) tiende a linealizar procesos que son más intermitentes: tiende a simplificar las idas y vueltas de la espiral de la vida y construye arcos de transformación que van de la oscuridad a la luz, de la ignorancia al saber (reconocimiento, anagnórisis), del resentimiento a la reconciliación final. La vida es más compleja, vamos y venimos, nos abrimos, nos cerramos, nos abrimos, nos cerramos.
La modernidad, dice Gilberto Pérez en su artículo sobre el cine de Antonioni, “es un arte del distanciamiento, en contenido y forma (…) Mediante formas alienantes, la modernidad representa sujetos alienados…” Tal vez lo más interesante de Los humanos sea que las formas alienantes (los distanciamientos de la mirada, esas dislocaciones perceptivas producidas por los cambios de planos, la atención en detalles no fácilmente significables) no se corresponden con el contenido narrado: si bien los personajes sufren, se abstraen, se pierden, no diría que son sujetos alienados, en el sentido en que podríamos decir que, en las películas de Antonioni, los personajes de Mónica Vitti están alienados. Aquí tenemos personajes que están todo el tiempo haciendo contacto —digámoslo así: que están muy en la tierra. Incluido Erik, que es a quien le toca encarnar el terror de la película. La mirada de Los humanos, que se acerca y se aleja de los personajes, nos lleva tanto a creer que los conocemos como a reconocer que son extraños. No es una mirada solamente distante, es una mirada que sabe que el acercamiento al otro es un proceso complejo, acaso eterno. Podríamos decir: una mirada respetuosa, que sabe celebrar el misterio del otro.
Por supuesto, podríamos leer cada plano como un signo de una emocionalidad reconocible. Tanto en el cine como en la vida, tenemos esa tendencia a fijar, a ubicar al otro en un casillero de nuestro entendimiento, a convertir su misterio en identidad. Podríamos leer cada detalle como una expresión identitaria. Podríamos creer que hemos entendido al otro. En ese sentido, supongo que es fácil para el espectador considerar la propuesta como una suerte de expresionismo en que las imágenes buscan “expresar” el “interior” de los personajes. Por un problema de supervivencia, tendemos a leer así, estamos cableados para reconocer, para identificar amistades y peligros. Pero esta película nos propone algo más complejo; más que una puesta expresionista, pareciera una puesta terrorífica, pero como si el terror no viniera tanto (o solamente) de ese supuesto interior de los personajes, como de la mirada, que trae algo más viejo, transpersonal. Es cierto que Erik está traumatizado por el pasado (no por nada la película termina con él, y ahí lo más clásico o lineal de la propuesta), pero no se trata sólo de eso: la película no es tanto una expresión visual del terror de los personajes; hay algo más, casi como si los planos de una película de terror se impusieran sobre una comedia dramática familiar. A veces tenemos miedo y no sabemos por qué.
Hablando sobre El desierto rojo (Michelangelo Antonioni, 1964), Pérez dice que se trata de “una película casi expresionista, porque en gran medida se deja llevar por la angustia de su protagonista.” ¿Podría ser esa una definición de expresionismo? Una forma que expresa una angustia. En Los humanos, la angustia de los personajes (ni siquiera la de Erik) no gobierna la forma de la película. Más que expresar el interior de los personajes, los planos parecen querer alejarse de ese interior, como si fueran un intento de hacer lo que finalmente logra el último plano, que se aleja de Erik hasta una distancia imposible (imposible dentro de esa pequeña sala), y nos revela un espacio teatral, con esa puerta iluminada, y esa otra puerta del piso de arriba que se abre: de pronto vemos los dos pisos a la vez, como si fuéramos lejanos espectadores de teatro. Como si lo que los planos mostraran es que ese terror de los humanos, ancestral, de 200.000 años, es también una representación —como si nuestro psiquismo fuera un teatro. Hay algo irreal en este terror: los pasos finales de Erik hacia la puerta, por alguna razón, no se escuchan. ¿Por qué no se escuchan? ¿Por qué la cámara gira alrededor de ellos cuando hacen el ritual del chancho? ¿Será que la pregunta es por qué ellos hacen el ritual del chancho cuando la cámara gira alrededor? ¿Quién sigue a quién? ¿La cámara a los personajes o los personajes a la cámara? ¿De qué se trata esa dislocación? En algún nivel, pareciera que hacen el ritual de romper el chanchito para que la cámara pueda dar la vuelta a la mesa por todos esos minutos —y que la cámara de vueltas para que ellos rompan el chanchito. Podemos leer los planos finales como expresión del pánico de Erik, pero también podemos leerlos al revés. El ataque de pánico podría ser, también, una necesidad teatral: una excusa narrativa para jugar con las luces. Tal vez los humanos no seamos sino ese teatro (sufrir para la cámara), tal vez nuestros dramas en algún nivel sean una puesta en escena y nuestros terrores un efecto de iluminación.
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Para más sobre esta película, su relación con La ballena, El amor después del amor y más cuestiones, te invitamos a escuchar el episodio 3 del podcast El espectador inquieto: “Los humanos Vs La ballena (y algo de Fito)”
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