by Jada Sirkin
El desconcierto es fructífero, porque se aleja de la adherencia reflexiva a los dramas que han hundido a los seres humanos en el infierno una y otra y otra vez.
Charles Eisenstein
Mass es una película de 2021 escrita y dirigida por Fran Kranz en la que, en el salón vacío de una iglesia, se encuentran a conversar los padres de la víctima y los del victimario de un tiroteo masivo en una escuela, ocurrido seis años atrás. Como, en principio, esos personajes no deberían encontrarse a conversar —como, por condicionamiento arquetípico, esos personajes deberían pelear—, el planteo de la película (lo que se proponen los personajes) me parece en sí audaz.
Desde que su hijo Evan murió asesinado en el tiroteo, su madre Gail (Martha Plimpton) y su padre Jay (Jason Isaacs) trabajan para la prevención de estos hechos que, como sabemos, se volvieron una especie de moda horrorosa en los Estados Unidos. Pareciera, en principio, que es eso lo que les lleva a pedir un encuentro con Linda (Ann Dowd) y Richard (Reed Birney), madre y padre del victimario. En un nivel más consciente, los padres de la víctima quieren entender las razones del hecho para así evitar futuras tragedias. Lo que descubriremos es que, detrás de la motivación aparente, hay necesidades más profundas. Sólo una extensa y rasposa conversación podrá hacer que esas necesidades salgan a la luz. La película es esa conversación.
Cuatro seres humanos en una habitación, cuatro actores en un decorado. La cámara intenta todos los ángulos posibles, como si la situación necesitara todas las perspectivas posibles; en varios momentos, la mirada tiene la inteligencia de quedarse no con quien habla sino con quien escucha —de eso en gran medida trata esta película, de la posibilidad de escuchar a quien está del otro lado. Sólo escuchando al otro lado podemos resignificar y comprender lo que verdaderamente ocurre de este lado, así como la inter-determinación de los diferentes puntos de vista.
Gail y Jay (los activistas padres de la víctima) buscan respuestas simples, querrían que todo pudiera explicarse mediante el reconocimiento de una falla en la crianza de Linda y Richard. ¿Cómo criaron a un niño asesino? La respuesta no es tan simple, porque tal vez la pregunta sea la equivocada. Linda considera que fue una buena madre. “¿No es peor que crea que fui una buena madre?”, se pregunta. Claro, hubo señales que no vieron, o que no supieron interpretar, violencias y ocultamientos de su hijo Hayden; a la vez, los padres hicieron lo que pudieron. Entonces, como los supuestos culpables no tienen tanta culpa (al parecer, no criaron al niño tan mal), el odio y la indignación de los acusadores (los dolientes Gail y Jay) no puede más que ir cediendo, desactivándose, dando paso a otra cosa: en principio, al dolor devastador detrás de su militancia; luego, a la posibilidad de un reconocimiento más profundo.
Los acontecimientos más conflictivos suelen forzarnos a engrosar el trazo de nuestras sensibilidades. Trazo más grueso equivale a mayor reactividad. Reaccionar es responder sin escuchar las sutilezas de lo que está sucediendo —reaccionar es responder a una situación nueva de acuerdo a parámetros establecidos en situaciones del pasado: viejas formas de defendernos. La guerra podría ser definida como el modo más grueso (menos sutil, menos matizado) de funcionar. Cuando las películas se apoyan mucho en el conflicto (pensemos por ejemplo en ese sub-género de historias de venganza, como Joker), la reactividad exacerbada toma el timón de la nave narrativa y la sutileza queda desterrada. Una de las razones por las que Mass es audaz es que se anima a poner sobre la mesa algunas importantes sutilezas que estas repetidas tragedias en las escuelas (y en las películas) no parecieran dejarnos ver.
Una de esas sutilezas: los padres del niño asesino piden que se honre la vida de su hijo, también perdida en el acontecimiento. ¿Por qué no pensar que el niño perpetrador, el victimario, también fue víctima —digamos, de un sistema ciego a la desesperación de sus jóvenes? ¿Por qué la vida del joven no debería ser también celebrada?
En 2013 hubo un tiroteo masivo en Boston y Amanda Palmer, música y escritora, publicó un poema en su blog en el que, de alguna manera, intentaba ponerse en los zapatos del niño asesino. ¿Qué le ocurría a ese niño que le llevó a hacer lo que hizo? Amanda Palmer recibió críticas enfurecidas, y hasta amenazas, apoyadas en la idea “¿cómo te vas a poner en los zapatos de un asesino?” Ella respondió algo así: eso es justamente lo que necesitamos hacer. Eso, tal vez, es algo de lo que intenta hacer esta película, ponerse en los zapatos en los que menos queremos ponernos. No para justificar, sino para intentar comprender.
Linda y Richard tuvieron que rogar para que enterraran a su hijo; su duelo “parecía algo fuera de alcance”, como si su dolor no fuera parte, como si, por ser los supuestos responsables de haber “criado a un asesino”, no tuvieran el derecho de sufrir. Por su parte, los padres de la víctima hacen, durante esta larga conversación, el esfuerzo psíquico impensable de escuchar a esas personas por las que sienten ese odio tan inevitable (tan básico); a medida que la indignación (¿cómo no lo criaron mejor?, ¿cómo no se dieron cuenta?) va cediendo, aparece la posibilidad del desconcierto ante una situación tan extrema —tan inédita.
(Queda para hacer doble clic en la idea de que necesitamos llevarnos a tales extremos para abrir los ojos).
El desconcierto es más vital que el resentimiento —si el resentimiento cierra, el desconcierto abre. ¿Cómo vivir algo así? ¿Cómo reaccionar ante el encuentro con lo nuevo? Si pelear ya no alcanza (si la simplificación de pelear ya no tiene tanto sentido), ¿cómo vivir una situación así de compleja?
Más allá de las supuestas intenciones para el encuentro, algo más llama a estos personajes a acercarse a tamaña complejidad.
Jay y Gail quieren entender el por-qué de lo ocurrido, quieren razones para que la muerte de su hijo al menos tenga algún sentido. “¿Crees que poniéndole una palabra lo podrás entender, y así sentirte a salvo?”, dice el padre del victimario. “Es nuestro trabajo ayudar”, responde la madre de la víctima, y cuenta que le prometió a su hijo muerto que su vida (violentamente arrancada) significaría algo, que gracias a lo ocurrido las cosas cambiarían. Pero ¿por qué cargar a la muerte del niño con la responsabilidad de significar algo o de servir a los demás?, le propone pensar Linda, y así nos da el espacio para preguntarnos: ¿será esa búsqueda de sentido una forma de evitar el dolor profundo de la pérdida? ¿Será que Gail intenta que la muerte de su hijo signifique algo como forma de no asumir el dolor profundo de haberlo perdido?
“Déjalo descansar”, le dicen, el niño “no tiene que cambiar el mundo.” Entonces Gail (la madre de la víctima) les dice (a los padres del victimario) que tenía miedo de que, si ella los perdonaba, entonces perdería a su hijo, como si le debiera a él, al menos, el resentimiento, el odio, una idea de justicia —como si esa militancia fuera lo que la mantenía unida a su pequeño.
“Los perdono”, llega a decir Gail a Linda y Richard, y después dice que también perdona a Hayden, ¡el niño que mató a su hijo!, porque sabe “que él estaba perdido.” “Lo perdono, porque ya no puedo vivir así (…) es este terrible dolor por desear un pasado diferente.”
Ahí, la película da un salto.
Sostener resentimientos, sostener posiciones, sostener antagonismos, pide mucha energía. Tal vez sea sutil, pero el giro que hace Gail es notable: en algún nivel, pasa de entender que su dolor es principalmente causado por la muerte de su hijo a entender que su dolor es principalmente causado, ahora, por su negativa a aceptar que su hijo ha muerto. No puede cambiar el pasado, y sostener esa lucha contra la realidad es agotador. Si el resentimiento es la forma constipada en que la identidad se organiza alrededor de la idea “esto no debería haber ocurrido”, perdonar sería un gesto de aceptación —digamos, de reconciliación. El resentimiento es no haber sentido, una forma de no atravesar lo más profundo y doloroso del proceso de duelo. Cuando hablamos de aceptación, no nos referimos solamente al acontecimiento, sino también a sus consecuencias. Por supuesto, nadie garantiza que la indignación, el odio y el dolor no vuelvan a emerger después de ese momento de reconciliación. Pero el movimiento psíquico se hace lugar, y eso tiene un gran valor.
La película, de nuevo inteligente, no deja que ese movimiento de reconciliación simplifique (monopolice) la experiencia: en el intento de cierre que hacen los cuatro, vemos cómo cada uno vive el momento a su manera; Richard, es notable, no ha quedado en paz. ¿Por qué? No lo sabemos. Hay muchas cosas que no sabemos, muchas que nunca podremos saber. Y la película, sobre todo, es lo suficientemente sensible y respetuosa como para no intentar reducir la tremenda complejidad de la situación a una o dos ideas cómodas.
No hay nada cómodo aquí. Si la abogada inicialmente reacomoda las sillas para que no estén a distancias parejas unas de otras, sino agrupadas de a dos a uno y otro lado de la mesa, listas para la escena del enfrentamiento, la complejidad de las emociones de esos cuatro cuerpos tendrán que romper el espacio: Gail se aleja hacia el sillón, Linda hacia la mesa, Richard se pone de pie, la cámara se agita, un paneo eterno e irresoluble en el vacío que les separa, un corte a negro, el encuadre se aprieta, Jay mira casi a cámara (si no a cámara) para bajar la guardia y asumir la dificultad, Linda y Richard terminan sentándose en las sillas de Gail y Jay, como si sus cuerpos dijeran algo que sus mentes todavía no pueden asimilar, como si el conflicto también fuera un problema coreográfico, una danza insistente de dispositivos alejados por la espesura de los relatos con que dan sentido a la experiencia.
La iglesia, la música que entra a través de una puerta, cierta sugerencia de lo numinoso y hasta cierta comedia en la torpeza de las personas que les asisten en la preparación de la ceremonia imposible, colaboran con el sostenimiento de una complejidad llena de matices.
La mayoría de las sutilezas de esta obra no pueden ser expresadas aquí con palabras; por suerte, la minucia expresiva de los actores dice mucho más y, a diferencia de lo que suele verse en el cine, la mirada de la dirección se ubica en una zona de humildad, necesaria y poética, ante una de las experiencias más extremas e intrincadas del acontecer humano.
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